El Perro Aguayo, sangre, sudor y lágrimas - Paralelo24 Skip to main content

El Perro Aguayo, quien murió a los 73 años, no sólo tuvo feroces rivalidades a lo largo de su carrera, también obtuvo máscaras y cabelleras venciendo a grandes leyendas de la lucha libre, como Konnan, Cien Caras, Ultraman y Sangre Chicana.

Al comienzo de su carrera luchística, Pedro Aguayo Damián (1946-2019) fue observado como un personaje anodino. En un ámbito donde los trajes y las máscaras estrafalarias son especialmente valoradas, el equipo que este hombre lució el día de su debut (1968) fue tan simple que muchos lo consideraron insípido: calzoncillo negro, coderas, rodilleras y un par de botas lanudas.

               Hijo de campesinos humildes, aquel joven nacido en el municipio de Nochistlán de Mejía tuvo que abandonar la apacible hermosura de las fincas zacatecanas para ir a buscar mejores oportunidades de vida a Guadalajara. Espíritu beligerante y pendenciero, igual que sus ascendentes los zacatecos, desde la adolescencia, Pedro solía tundirse a golpes y orquestar trifulcas afuera de “La Puerta del Sol”, una panadería en la que trabajó durante su juventud.

Después de haber ejercido diversos oficios: zapatero remendón, futbolista llanero y boxeador aficionado, un día acudió como espectador a un entrenamiento de lucha libre. Aquel deporte que mezclaba golpes con secuencias teatrales y llaveos con acrobacias lo sedujo de inmediato. A los dieciséis años consiguió ser aceptado en el gimnasio de Cuauhtémoc, “el Diablo” Velasco. El experimentado y riguroso gladiador tapatío —que había entrenado, ahí como no queriendo la cosa, a personajes como Gory Guerrero, Mil Máscaras y Satánico— se encargó de instruirlo en la lucha olímpica y revelarle algunos de sus secretos más íntimos sobre el pancracio.   

Pero Aguayo tenía un temperamento demasiado efervescente y comenzó a incluir maniobras violentas que chocaban con las enseñanzas técnicas de Velasco. No tardó en incorporarse de lleno al bando de los rudos. El público, con quien comenzó a establecer una rara empatía, fue entregándosele sin restricciones. Un día declaró que “el olor a sangre, sudor y lágrimas formaba en su nariz una combinación reconfortante”.

En otra ocasión confesó que ni siquiera había pensado apodarse “el Perro”. Y confesó que había sido un error en el cartel: alguien le cambió Pedro por Perro. Y así quedó el mote que, poco a poco, fue propagándose.

Lo cierto es que, poco a poco, Pedro “el Perro Aguayo” fue dándole méritos a su apelativo. Precedido por un espectáculo estrambótico que incluía luces, sonido y, como tema de fondo, La Marcha Zacatecas, el luchador salía corriendo de los vestidores hacia el cuadrilátero. Pero, antes de ingresar al ring, se encargaba de corretear y golpear salvajemente a sus rivales. Acto seguido, entraba y se colocaba en el centro del encordado y, emitiendo una especie de bufido que parecía provenir de un cuerno de caza, se quedaba a la expectativa, mirando al público, con una sonrisa que combinaba el delirio con el cinismo.

Además de “la silla zacatecana”, las patadas de canguro y “la lanza”, que fueron su sello distintivo, el Can Nochistlán, como también se le conocía, orquestaba brutales contiendas que, invariablemente, terminaban en dramáticas ceremonias de sangre y rudeza.

Peleador impulsivo y especialmente violento, el Perro Aguayo fue cultivando desavenencias con algunos de los luchadores más emblemáticos de su generación: Sangre Chicana, Cien Caras, Villano III e incluso con el Hijo del Santo. Todas rivalidades feroces e impetuosas. Pero, sin duda, uno de los antagonismos más encarnizado que tuvo fue con Konnan. La discordia entre el zacatecano y el cubano —quien era una mole de músculos y dieciocho años menor que el Perro— duró años e incluso los llevó a un duelo de apuestas donde, finalmente, el Can logró arrebatarle la tapa a Konnan y mostrarle al mundo que, detrás de la máscara, había un sujeto llamado Carlos Santiago Espada.

En el monumental Toreo de Cuatro Caminos, haciendo equipo con Fishman y Canek, el Perro también protagonizó sangrientos combates —que incluían fichazos en la frente, botellazos en la cabeza y sillazos en la espalda— en contra de un trío letal de la época: Los Misioneros de la Muerte (Signo, Texano y el Negro Navarro). Y no sólo causó revuelo en la catedral de los independientes. En la Empresa Mexicana de Lucha Libre también sostuvo brutales ofensivas contra los Brazos (el Brazo, Brazo de Oro y Brazo de Plata).

En 2001, durante un evento llamado “Juicio Final” en la Arena México, donde el Perro apostaba su cabellera contra la máscara de Universo 2000, el menor de “los Hermanos Dinamita” cargó de cabeza al zacatecano y dejó caer todo su peso sobre las cervicales del Can, con el cual lo envió directamente al retiro. 

Don Pedro Aguayo sólo volvió al cuadrilátero una vez más, en 2004, acompañado de su hijo Perro Aguayo Jr. para arrebatarles la cabellera —en un combate que muchos calificaron de soso — a dos de “los hermanos Dinamita”: Cien Caras y Máscara Año 2000.

Pero no fue sino hasta 2015, luego del fallecimiento de su hijo, cuando el cuerpo y el espíritu del Perro comenzaron a languidecer. Una bruma cubrió su vida e incluso se negó a hablar del tema que más lo había apasionado durante toda la vida: la lucha libre.

Finalmente, la tristeza junto al Parkinson, terminaron por cobrarle factura a don Pedro Aguayo, quien falleció a los 73 años en Tala Jalisco. Murió el hombre, pero no el legado que este personaje, sin escatimar sangre, sudor ni lágrimas, le obsequió a la lucha libre mexicana.

El exluchador zacatecano fue despedido justo en el mismo lugar donde, en 2015, le dijera adiós a su hijo Pedro Aguayo Jr. quien falleció en Tijuana, Baja California mientras luchaba.

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