Autor de una obra encomiada y aplaudida dentro del realismo crítico de los años cincuenta del siglo pasado, Juan Goytisolo inicia su carrera escribiendo relatos que se encuentran encarrilados por la insípida vereda de lo explicativo. De 1954 a 1961 el escritor barcelonés firma obras uniformes, soporíferas y sin ningún carácter distintivo De Juegos de mano a La resaca, su narrativa no ofrece ningún sello particular. Su obra es tan análoga a las que en aquel momento se escriben que, sin ningún problema, puede ser clasificada al lado de la de Ramón J. Sender ─Réquiem por un campesino español─, Max Aub ─Las buenas intenciones─ y Francisco Ayala ─Los usurpadores.
Pero Goytisolo no está contento. No se conforma ─ni quiere─ ser catalogado o metido en el mismo saco que sus compañeros generacionales. No se complace únicamente con elevar quejas y, poco a poco, comienza a incubar un estilo completamente opuesto al que solía cultivar: más arriesgado, más contestatario: más indócil. Cinco años después, en 1966, aparece el fruto de aquél trabajo: Señas de identidad, una obra que, como muchos saben, tuvo que ser publicada aquí, en México, debido a que las autoridades franquistas la prohibieron.
A partir de esta novela, el escritor cambia su ruta literaria por entero: se vuelve barroco, su prosa se hace irónica y su discurso cáustico. Hay una evidente ruptura no sólo con el estilo, sino también con los viejos esquemas narrativos. Su nueva forma de escribir reconoce en la quiebra lingüística una de sus características esenciales. Y no se sacia con eso. Sus personajes, antes planos y francamente aburridos, ahora alcanzan alturas himalayescas, para utilizar una expresión que aparece un par de veces en Reivindicación del conde don Julián. El comportamiento de sus criaturas se torna tan mordaz que roza la virulencia. Prácticamente, cada uno de sus libros posteriores despliega un alegato colérico. Desde las primeras páginas de Señas de identidad, Goytisolo se lanza sobre el cuello de los “miembros bienpensantes de un mundo otoñal y caduco”.
Su obra supura veneno. Y crecen sus anhelos irrefrenables por sembrar la detracción. No pierde oportunidad de criticar a la humanidad, de rebajarla. Prácticamente todos sus protagonistas expresan sentirse incómodos al lado de las personas. Al héroe de Juan sin tierra, por ejemplo, le merece más amabilidad la vegetación. “Sabido es que hay un punto en el que los animales y humanos son netamente inferiores a las plantas y los árboles: en que las superfluidades de éstos son deliciosamente amenas mientras las de los bípedos y cuadrúpedos son nauseabundas y abominables…”, nos dice el autor, con su recién estrenado acento cáustico.
En 1970, Juan Goytisolo no sólo ha transformado por completo los elementos cardinales de su narrativa. También ha cambiado como intelectual. Sus declaraciones, en la prensa, en las entrevistas que concede, en las discusiones en las que participa, muestran una fiereza, una combatividad, que comienzan a obsequiarle fama de heterodoxo. Pero no lo es. Ni nunca lo será. En todo caso, hace es exactamente lo contrario: trata de ampliar la base del canon, incorporando obras y autores que habían sido relegados: al lado de las celebérrimas imágenes de Góngora y Quevedo coloca la efigie pagana de María de Zayas, quien fuera prohibida por la Inquisición. Joaquín Belda, el autor de pasquines cómico-eróticos, le merece una gran admiración. La vida y hechos de Estebanillo González, hombre de buen humor, compuesta por él mismo es una de las obras que más saborea y admira.
Debemos insistir en una cosa: Goytisolo no es un escritor accesible. Ni quiere serlo. Decididamente le gustan las paradojas irónicas, los laberintos lingüísticos: la ofensa culta. Pero su complicada geometría no se queda únicamente en la diatriba. La discusión que atiza ─y que más tarde consolidará los ejes principales de una obra literaria que se sustentará en la diáspora y la furia─ intenta, sustancialmente, ser reformadora. Esgrime una lengua española que, hasta entonces, nadie habla. Sería engañoso ─y desatinado─ alegar que es el único en España que se propone revivir el barroquismo. No lo es. De hecho, pertenece a una generación de autores que, desde diferentes ámbitos y regiones ─de Andalucía a Cataluña─, intentan devolverle su carácter poético a la prosa: José Manuel Caballero Bonald, Juan García Hortelano, Francisco Umbral y Baltasar Porcel. Y aunque no funda escuela, sí deja epígonos sobresalientes como Basilio Baltasar o Eduardo Subirats.
Pero Goytisolo va más lejos que todos sus contemporáneos, en el pasado y en la vanguardia. Lo mismo cita a Juan de la Cruz, bardo y místico del Renacimiento, que al poeta árabe del siglo XIII, Ibn al-Farid. Nadie analiza y penetra en los secretos de El libro de buen amor, una de las obras capitales de la literatura mudéjar-española, con la clarividente perspectiva que él exhibe. Con inteligencia e imaginación crítica, revisa la obra de Fernando de Rojas y, al mismo tiempo, celebra “el lenguaje del cuerpo” en Octavio Paz y en Severo Sarduy (Disidencias). En síntesis: es un personaje de gustos y pasiones heteróclitas al que le gusta tocar los extremos. Como a Jean Genet, su ídolo de juventud ─y de vejez─, le seduce el arrojo que envuelve a la violencia. Dice el autor de La Galère: “Doy el nombre violencia a una audacia ociosas y enamorado de peligro”. Y a Goytisolo la frase le ajusta perfecto, y por eso la cita en varias oportunidades. Sin ser estridente, el barcelonés es, por si fuera poco, un prosista irascible y un conferencista sublevado.
¿Y contra quién pelea? El gran difusor de la obra de José María Blanco White, abre muchos frentes. Uno de sus pleitos más violentos es contra la Iglesia. Goytisolo, apegándose una embrollada retórica blasfematoria, anhela calzarse las pezuñas del íncubo. Prueba de ello es Carajicomedia, una de las parodias más chuscas e insidiosas y de su bibliografía. Un joven eclesiástico que, rodeado de alcahuetes, nos relata sin inhibiciones sus correrías homosexuales. Al héroe de esta farsa le acompaña una audacia seductora que raya en la osadía, y su temeridad no lo abandona nunca. El tipo, por un lado, vive entregado a sus afanes apostólicos y, por otro, le da vuelo a sus concupiscentes apetitos, como es de esperarse, “en lugares de muy dudosa santidad”. Pero la trama no es nueva. La literatura blasfematoria, en realidad, ha sido un incipiente género literario. Los románticos franceses y, en general, los malditos de toda laya se han encargado de satirizar a Dios, al catolicismo, la liturgia y a la religión en general para ganar fama de apóstatas o sacrílegos.
Pero Juan no simplemente aspira a ser uno de los enésimos enemigos del catolicismo. Quiere otra cosa: crear un mundo de palabras, hecho sólo de idioma. Un idioma que, por cierto, quiere parecer arcaico. Uno de sus grandes anhelos ─y que consigue traducir con enorme eficacia─ es desmoronar las menesterosas y castradoras estructuras narrativas imprimiéndoles a sus obras una libertad expresiva sin precedentes. Por aquí un endecasílabo perfecto, más allá un octosílabo vivaz, su obra está henchida de lirismo. En este punto se parece mucho a lo que defendía el poeta José Hierro, su tocayo. Asevera el autor Tierra sin nosotros: “cuando se dice menos de lo que se dice, no hay literatura. Cuando se dice lo que se dice, hay prosa. Cuando se dice más de lo que se dice, hay poesía”. Y Goytisolo ─qué duda cabe ahora─ deseaba hacer exactamente eso.
Tres años antes de morir, en una entrevista para El País reafirmó su inclinación poética: “La novela es un género omnívoro, puede incluir la poesía, pero la poesía no puede incluir la novela”.
Escritor de dolorosas encrucijadas existenciales, Juan Goytisolo supo conciliar y proyectar los planos más disímiles ─realidad, mito, sueño, fabulación─ en una escritura álgida y de portentosa exquisitez que lo resalta como una de las voces más pujantes y originales de la literatura española y, más aún, de todas las letras hispanas. Prácticamente no hay riesgos ni experimentos que no se encuentren reunidos su obra, babélica y señera. A más de un mes de su muerte, dolorosa, ingrata, ocurrida bajo un silencio obtuso y malagradecido, surge una pregunta: ¿Habrá lectores arriesgados que se atrevan a gozarlo con toda la rigurosidad que su estilo demandaba? Ojalá que más de uno aceptara el reto.