La ciencia es un mundo fascinante en el que nada es estático, todo conocimiento puede ser refutado siempre y cuando se tengan pruebas sólidas de lo que se argumenta, y ha pasado muchas veces; no obstante, siempre se encuentra una opinión desinformada que niega los grandes avances de la ciencia argumentando cosas como que la tierra es plana, que las vacunas son malas, que la evolución es un mito e incluso que la gravedad no existe.
Sin embargo, pocas cosas en la ciencia son tan poco discutidas como el mundo microscópico, es muy raro que una persona niegue que existan microorganismos que pueden ser tanto benéficos como perjudiciales. Es raro que una persona niegue los conocimientos de los médicos y que no crea en los antibióticos y es precisamente de eso de lo que trata este artículo, del fascinante mundo microscópico.
No siempre hemos tenido conocimiento del mundo microscópico… antes teníamos muchas creencias y supersticiones para muchos fenómenos que ahora sabemos son causa de los microorganismos, como por ejemplo los doctores de la plaga (o plague doctor, como se les conoce en inglés) utilizaban todo un atuendo para tratar a los pacientes de la peste negra, dentro de su atuendo tenían una característica máscara con un gran pico, en donde ponían toda clase de hierbas de olor, ya que pensaban que la peste era contagiada por las miasmas y olores infectos de la época, cuando en realidad todo se trataba de una bacteria (Yersinia pestis) que era transmitida por el piquete de las pulgas que se encontraban en las ratas.
La primera persona que documentó el mundo microscópico fue Anton van Leeuwenhoek. Su historia es muy peculiar y está llena de anécdotas. Por azares del destino, de joven trabajó en el comercio de telas, donde adquirió una pequeña lupa utilizada para encontrar defectos en los tejidos, aquí la casualidad, curiosidad y tenacidad lo llevó a preguntarse que pasaría si encima de un primer lente sobreponía otro lente para ver más allá de lo que cotidianamente observaba.
Eso no era nuevo, ya Galileo Galilei ya usaba las dobles lentes para observar las estrellas, sin embargo, en lugar de observar el vasto universo, van Leeuwenhoek dirigió su mirada hacia un universo no menos vasto: el mundo microscópico. Se dice que desarrolló una afición por tallar lentes y que era bastante perfeccionista en lo que realizaba, en particular al construir sus microscopios ya que quería tallar los mejores lentes que existieran y aquí no puedo menos que citar al celebra Paul de Kruif en su obra maestra “Cazadores de microbios” al lograr tal proeza.
«Satisfecho de sí mismo y en paz con el mundo, este tendero se dedicó a examinar con sus lentes cuanto caía en sus manos. Analizó las fibras musculares de una ballena y las escamas de su propia piel, en la carnicería consiguió ojos de buey y se quedó maravillado de la estructura del cristalino. Pasó horas enteras observando la lana de ovejas y los pelos de castor y liebre, cuyos finos filamentos se transformaban, bajo su pedacito de cristal, en gruesos troncos. Con sumo cuidado disecó la cabeza de una mosca, ensartando la masa encefálica en la finísima aguja de su microscopio. Al mirarla, se quedó asombrado. Examinó cortes transversales de madera de doce especies diferentes de árboles, y observó el interior de semillas de plantas. -¡Imposible!-, exclamó, cuando, por vez primera, contempló la increíble perfección de la boca chupadora de una pulga y las patas de un piojo. Era Leeuwenhoek como un cachorro que olfatea todo lo que hay a su alrededor, indiscriminadamente, sin existir miramiento alguno.»
Dentro de la fascinación de Leeuwenhoek por observarlo todo en sus microscopios, observaba hasta lo más cotidiano, y un día afortunado se le ocurrió que sería interesante observar una gota de agua de una vasija ¡Y vaya sorpresa, había unos bichitos! Lo primero que empezó a hacer, y lo que haría yo creo cualquier persona, sería compararlos con lo que conocemos y podemos ver a simple vista; hay que recordar que estaba observando algo completamente nuevo. Los describió como unos bastoncitos a los cuales no podía observarles pies ni cabeza, quizá con un lente mejor podría observar sus ojos, no hace falta decir que nunca los pudo ver, y esos bichitos tenían movimientos erráticos, se movían tanto hacia adelante como hacia atrás ¿Eso no tenía mucho sentido o sí?; a medida que su fascinación crecía observaba cada vez más “bichitos” y ese día marcó el inicio de la exploración del mundo microscópico. Una pregunta al aire ¿se puede apropiar alguien de todo el mundo microscópico? Pues justamente eso fue lo que Leeuwenhoek hizo, los llamó “mis microbios”.
De sus observaciones se desprenden muchas anécdotas, la más curiosa, a mi parecer, es cuando se le ocurrió observar el sarro de sus dientes (nada se les escapaba a sus microscopios), ¡y encontró sus microbios, y no solo de una especie, sino de una gran cantidad de ellos! Y de una multitud de formas: cañas, espirales, bastoncillos… También los observó después de tomarse una taza de café muy caliente y al principio no los encontró o mejor dicho después de una detenida observación vio que si se podían ver, pero no se movían ¿estaban muertos? o se movían muy lentamente, lo que lo llevó a pensar que el calor hacía mal a los microbios, intrigado por el pensamiento de que existían seres vivos dentro de su boca, un tiempo después se decidió a pedirle sarro a un cliente suyo que tenía la dentadura en bastante mal estado, ya que en la vida jamás había limpiado sus dientes, y descubrió que los microbios eran todavía más numerosos en cantidad y formas. Era un investigador implacable y encontró microbios en los intestinos de diversos animales y hasta en sus propias heces, ¡los encontraba en todas partes!
Y hablando del mundo microscópico, no todo era bacterias y protozoarios. Hay que hacer un paréntesis aquí, en el cual mencionar que Leeuwenhoek se escribía -para 1677- con la Real Sociedad en Londres, que era la más importante comunidad de científicos de esa época; en una de sus cartas les describió que dentro del semen existían una gran cantidad de animálculos, como los llamaron entonces (reafirmando el punto de que a sus microscopios nada se les escapaba) dando paso a nuevas teorías sobre la reproducción.
Debido a sus descubrimientos, Leeuwenhoek fue nombrado el padre de la microbiología. Falleció a los 90 años en Delft, dejando un enorme legado que hasta el día de hoy seguimos estudiando: Un mundo lleno de “sus microbios y animálculos”.