En pleno apogeo del idealismo y el romanticismo alemán, el poeta, J.W. Goethe argumentaba, que “el concepto de literatura nacional ya no tiene sentido; la época de la literatura universal está comenzando, y todos debemos esforzarnos para apresurar su advenimiento. Pero en nuestra valoración de lo extranjero, no debemos tomar lo extraño como motivo exclusivo de nuestras admiraciones erigiéndolo en modelo único”.
Esta consideración, le otorgó al arte literario una importancia capital como el medio de expresión que planteaba y, a su vez criticaba, las vicisitudes de la humanidad, equiparando a la literatura con la política y la filosofía, en un tiempo en el que la industrialización impulsaba al capitalismo y sus contradicciones en occidente.
En 1954, el filósofo alemán Martin Heidegger, sentenciaba en su texto ¿Qué significa pensar? que, “por medio de lo literario y dentro del mismo como en su medio, la poesía, el pensar y la ciencia son semejantes entre sí”, sin embargo, esta última afirmación perdió contundencia con el transcurso de las últimas tres décadas del siglo pasado, años en los que además de banalizar a la literatura, ésta fue transformada en una mercancía de moda, lo que desvirtuó su importancia y convirtió su estudio y práctica en una teoría semejante a las ruinas de un palacio antiguo sepultado por las arenas del tiempo.
Este desolador panorama fue vislumbrado por el crítico literario estadounidense Harold Bloom, quien en 2014 sentenció: “No me parece que, en la literatura contemporánea, ya sea en inglés, en Estados Unidos, en español, catalán, francés, italiano, en las lenguas eslavas, haya nada radicalmente nuevo. No hay grandes poetas como Paul Valéry, Georg Trakl, Giuseppe Ungaretti y mi predilecto entre los españoles, Luis Cernuda, o novelistas como Marcel Proust, James Joyce, Franz Kafka y Samuel Beckett, el último de la gran estirpe”.
La consideración anterior, no solo representa una visión opuesta y fúnebre del esperanzador pensamiento goethiano, sino que presagió y posible fin de la historia de la literatura mundial que, como un círculo que inevitablemente se cierra, solo permanecerá para estudiarse a sí mismo ante el predominio absoluto de la economía y la tecnología como dínamos de las sociedades modernas.
De tal manera que, para comprender el sentido real de la literatura hay que remontarse a sus “años salvajes” (parafraseando a Rüdiger Safranski en su investigación sobre Schopenhauer), y cual geólogos, escudriñar parsimoniosamente en los sedimentos que en otro tiempo fueron paradigmáticos y consolidaron a las letras como el arte que se erigió como agente de cambio en la historia del pensamiento occidental, aunque esa importancia resulte actualmente ininteligible para el orden de las cosas predominante.
Hace más de un siglo, uno de los primeros novelistas más importante para el mundo fue el ruso Fiódor Mijáilovich Dostoievski, quien fue una gran influencia y ejemplo para escrituras de la talla de Friedrich Nietzsche, Franz Kafka, Jean Paul Sartre, Ernst Hemingway, William Faulkner, Virginia Woolf, y James Joyce, este último considerado como el escritor que cambió el orden del discurso literario del siglo veinte, con lo que la literatura cobraba su regiedumbre como la máxima disciplina artística, agente de cambios sociales y de pensamiento.
En 1922, con la publicación de Ulysses de Joyce, y con la aparición del gran poema del estadunidense T.S. Eliot, The Waste Land, marcaron ese año como un punto y aparte en la historia del modernismo literario en inglés; para su novela capital, Joyce empleó, entre otros artificios, técnicas variadas de escritura para presentar a sus personajes y sus tramas correspondientes, lo que transformó la forma y el contenido de la literatura en una época en la que el apogeo de las teorías freudianas respecto al psicoanálisis continuaban vigentes, así como la crítica al cristianismo de Nietzsche y la teoría económica de Marx.
Señalaba Eduardo Grüner que, “Michel Foucault —siempre hablando de los tres «fundadores de discurso»— afirmaba que Karl Marx no se limita a interpretar a la sociedad burguesa, sino a la interpretación burguesa de la sociedad (por eso El capital no es una economía política, sino una crítica de la economía política); que Sigmund Freud no interpretaba el sueño del paciente, sino el relato que el paciente hace de su sueño (y que ya constituye, desde luego, una «interpretación», en el sentido vulgar o «silvestre»); y que Nietzsche no interpreta a la moral de Occidente, sino al discurso que Occidente ha construido sobre la moral (por eso hace una genealogía de la moral).”
De tal manera que en el ámbito literario, Ulysses, que ocurre un día, como diría Vladimir Nabokov, “ordinario”, el 16 de junio de 1904, y estableció un símil paródico con los personajes de la Odisea de Homero, además representó un estudio entrañable y detallado de Dublín, incluso Joyce ironizó en algún momento que, si su ciudad natal fuera destruida por alguna catástrofe, podría reconstruirse, ladrillo por ladrillo, utilizando su novela como modelo.
En ese sentido, se puede considerar que, en el nivel literario, la escritura de Joyce en Ulysses estableció una ruptura y una renovación discursiva al presentar una obra en oposición al simbolismo y naturalismo europeos que se ocupaban más de una transcripción onírica y literal de la realidad, en contraste, Joyce escudriñaba de manera más sensitiva, las aventuras de sus personajes principales, Leopold Bloom (Ulises), Molly Bloom (Penélope) y Stephen Dedalus (Telémaco o el propio Jocye), en el que la posibilidad de desarrollar un lenguaje literario novedoso era patente, así creó su propio universo que posteriormente explotaría en la intraducible y nocturna novela Finnegan´s Wake, ambas obras consideradas por Jorge Luis Borges como “las obras más salvables” del modernismo.
Originalmente, Joyce publicó Ulysses desde marzo de 1918 y por entregas en la revista estadunidense The Little Review, gracias al apoyo del poeta Ezra Pound, quien fungía como editor en el extranjero; esta publicación era dirigida por Margaret Caroline Anderson y Jeane Heap, y contaba con el respaldo financiero de John Quinn, un rico abogado neoyorquino interesado en el arte contemporáneo y la literatura, pero su lanzamiento provocó la ira de las autoridades locales, quienes tildaron la novela de obscena y promovieron una leyenda negra en torno al libro hasta lograr su prohibición en Estados Unidos en 1921.
Sin embargo, el legado literario de Joyce, fue en gran medida gracias a la editora estadounidense Sylvia Beach, quien fuera la fundadora de la librería Shakespeare and Company, la cual fue inaugurada en la rue Dupuytren de París en 1921, en alguna ocasión Beach fue descrita por Ernst Hemingway como poseedora de “una cara viva, agudamente esculpida, ojos marrones que estaban tan vivos como los de un animal pequeño y tan alegre como los de una niña joven, y el cabello castaño ondulado que le cepillaba la frente y el cabello de corte grueso debajo de las orejas”.
Luego de las dificultades que Joyce enfrentó para la publicación de Ulysses, tras su prohibición de en Estados Unidos, polémica en la que incluso el diario The New York Times, alegó que “el libro era incomprensible y aburrido, pero no inmoral a pesar de que el uso de algunas palabras realistas era deplorable y merecedor de algún tipo de castigo”, el autor irlandés fue desesperado a la librería Shakespeare and Company para informar a Sylvia Beach, que su libro no sería publicado.
Posteriormente, como narra el biógrafo de Joyce, Richard Ellmann: “Miss Beach tuvo una idea: ¿Concedería a Shakespeare and Company el honor de ser su editorial?, preguntó. Joyce quedó tan sorprendido al oír la propuesta como la propia Beach al hacerla. Él le advirtió de manera lúgubre que nadie compraría un libro, aunque al mismo tiempo aceptó sin dudarlo”.
Previamente, Miss Beach, (Baltimore 1887- París 1962) conoció París por primera vez en 1902 cuando su padre, el reverendo Sylvester Beach, se mudó a la ciudad luz para asistir al pastor Thurber en el ministerio presbiteriano para estadounidenses en la capital francesa, durante esa estancia lo acompañaron su esposa Eleanor y sus tres hijas, Holly, Eleanor, quien cambió su nombre a Cyprien y Nancy Woodbridge, quien prefería llamarse a sí misma Sylvia.
Eleanor alentó siempre a sus hijas a viajar e impregnó en ellas su predilección por Europa, y su amor por París, pero después de tres años en el viejo continente, la familia Beach regresó a Princeton. Más tarde, en 1907, Sylvia volvió a París y luego a Italia, donde estudió durante un año, también su madre, que sufría una crisis matrimonial y siempre ansiosa por regresar a Europa, realizó varios viajes de regreso a Francia, sin su esposo, pero con sus hijas. Cyprien era para entonces una exitosa actriz en Francia y Sylvia, con quien vivía en su apartamento de Port Royal, decidió ayudar en el esfuerzo de guerra uniéndose a los Volontaires Agricoles en Touraine, recogiendo uvas y sembrando árboles.
Hasta ese momento, Sylvia no tenía una vocación clara, y aunque estaba interesada en el periodismo y la poesía multilingüe, las vacantes para traductores o periodistas en tiempos de guerra, en Francia, fueron pocas. En 1918, mientras realizaba algunas investigaciones en la Bibliothèque Nationale de París, Beach encontró en una revista literaria el nombre de una biblioteca de préstamo y una librería, La Maison des Amis des Livres, donde fue recibida calurosamente por la dueña que, para su sorpresa, era una joven rolliza y rubia; Adrienne Monnier, quien portaba una prenda que parecía un híbrido entre el vestido de una campesina y el hábito de una monja. Aunque Beach vestía una capa y un sombrero españoles, Monnier supo de inmediato que era estadounidense, durante ese primer encuentro, Adrienne declaró: “Me gusta mucho Estados Unidos”. A lo que Sylvia respondió que “le gustaba mucho más Francia”. Más tarde se hicieron amantes y vivieron juntas durante 36 años hasta el trágico suicidio de Monnier en 1955.
Hubo una relación instantánea entre las dos mujeres que iba a durar toda la vida, lo que finalmente inspiró a Sylvia a encontrar la vocación que estaba esperando y un alma gemela para una formar una pareja, pero antes de tomar la decisión de abrir una librería, Sylvia y Adrianne viajaron a Serbia, que estaba destruida por la Gran Guerra, para trabajar como secretarias y traductoras de la Cruz Roja.
Esa experiencia hizo toda una feminista de Beach, ya que las mujeres no tenían voz en las decisiones de la Cruz Roja y, en general, sus aportaciones no eran reconocidas; durante este período fue que la idea de abrir una librería se cristalizó, al principio pensaron montarla en Nueva York, pero era demasiado caro, Londres fue descartada por consejo del poeta belga Harold Monro, propietario de la Poetry Bookstore en Londres, por lo que París, combinado con el atractivo de Adrienne Monnier, se convirtió en una elección inevitable.
Fue Adrienne, quien encontró el local que antes era una lavandería, a la vuelta de la esquina de la rue de l’Odéon, en la pequeña rue Dupuytren, y con la ayuda de tres mil francos de su madre, Sylvia pagó el alquiler de los primero seis meses y transformó las sombrías instalaciones en un espacio con ambiente cálido y lo decoró con muebles antiguos comprados en mercados de pulgas, las paredes fueron cubiertas de tela y rematado con pinturas y dibujos, también tenían una estufa de leña que calentaba la tienda y una pequeña cocina, aunque no tenía baño.
Beach siempre había imaginado que la librería también sería una biblioteca de préstamos y, finalmente, el 17 de noviembre de 1919, Shakespeare and Company abrió sus puertas con un éxito inmediato con los clientes angloparlantes establecidos en París, pero lo que Sylvia no había tenido en cuenta fue el apoyo de los ilustres amigos y clientes franceses de Adrienne, como el célebre escritor André Gide, Léon-Paul Fargue, Valery Larbaud y Jules Romains, quienes acudieron a la librería encantados por la atmósfera y la variedad de literatura inglesa y estadounidense que se ofrecía.
No pasó mucho tiempo antes de que James Joyce entrara en la librería y pasara ahí de manera cercana y a veces con penurias económicas los siguientes diez años de su vida. Joyce, a quien le había resultado imposible publicar Ulysses, encontró a su salvadora en Sylvia Beach. Ella no solo asumió la tarea heroica de publicar su vasto trabajo, sino que también se convirtió en su editora, banquera, secretaria y agente no remunerado, asumiendo los problemas de su familia de encontrar alojamiento y médicos, además de establecer contacto con posibles editores y editores internacionales y organizando listas de suscripción para financiar La publicación de su libro.
También la Shakespeare and Company se convirtió en la oficina de correos, banco y refugio de Joyce, lo que ayudó a hacer de Sylvia Beach la mujer más famosa de París, pero tuvo un alto costo, tanto por la estabilidad financiera de la librería como por la vida personal de Sylvia por lo que Adrienne Monnier, enfurecida por el trato de Joyce hasta cierto punto abusivo hacia Beach, le envió a Joyce una carta fuertemente redactada en reclamo.
A pesar de todo el trabajo que Beach hizo por Joyce, ella nunca recibió un centavo después de diez años de incansables batallas para la causa de Ulysses, incluso organizando el contrabando de copias a Estados Unidos y Reino Unido, donde la homóloga editorial de Beach, Harriet Shaw Weaver, fue quien financió el estilo de vida a menudo lujoso de Joyce otorgándole con un apoyo inquebrantable, aunque a menudo se mostraba conmocionada y desaprobaba la extravagancia y excesos con la bebida de James.
Sin el apoyo de estas dos grandes mujeres, Beach y Shaw, el resultado de Ulysses pudo haber sido muy diferente, sin embargo, ninguna de ellas buscó el reconocimiento público que jamás fue justamente recompensado por sus años de dedicación a Joyce y su familia. Para mayo de 1921, Shakespeare and Company había crecido tanto que sus instalaciones en rue Dupuytren, que requirió el traslado a locales más grandes y prominentes en 12, rue de l’Odéon, casi enfrente de la librería de Adrienne.
La membresía de Shakespeare and Company fue impresionante, los jóvenes Ernst Hemingway, Gertrude Stein y su pareja Alice B. Toklas fueron algunos de los primeros en unirse, más tarde Ezra Pound, T.S. Eliot, Sherwood Anderson y Francis Scott Fitzgerald fueron solo algunos de sus ilustres clientes y amigos.
La librería floreció durante la década de 1920, aunque hubo momentos en que los costos de publicación de Ulysses casi la llevaron a la bancarrota, ya en los años treinta con el éxodo masivo de estadounidenses de París, las ventas cayeron significativamente y Beach se vio obligada a considerar lo impensable: cerrar Shakespeare and Company pero André Gide intervino para salvar la empresa y persuadió a los amigos literarios para que se suscribieran como Amigos de la librería, pagando una tarifa anual de 200 francos.
Aunque las suscripciones se limitaron a un grupo selecto de 200 personas (el número máximo que la tienda podía acomodar), el renombre de los autores franceses y estadounidenses que participaron en las lecturas durante esos dos años atrajo considerable atención a la librería. Beach recordó que, para entonces, “estábamos tan gloriosos con todos estos escritores famosos y toda la prensa, que comenzamos a tener un buen desempeño en los negocios”.
La fama de Shakespeare and Company, fue tal que la novelista Violette Leduc describió el ambiente de la librería en su autobiografía La Bâtarde. En 1941, un oficial nazi, después de que Beach se negó a venderle su copia personal de Finnegan’s Wake, amenazó con regresar al día siguiente y confiscar sus libros, por lo que Beach limpió la tienda y escondió todos los libros en la duela vacía del cuarto piso.
Después de la caída de París, la librería permaneció abierta y, en septiembre de 1941, Beach se vio obligada a cerrar porque fue internada durante seis meses en Vittel, hasta que el coleccionista de arte estadunidense Tudor Wilkinson, logró su liberación en febrero de 1942 y fue devuelta a Adrienne Monnier, en la rue de l’Odéon, para entonces el letrero de Shakespeare and Company fue pintado y después de 22 años, la librería ya no existía.
Aunque Nunca volvió a abrir, la empresa conservó las instalaciones del cuarto piso donde estaba su apartamento, liberada de las presiones de Shakespeare and Company, Beach comenzó a realizar obras de caridad, asistió a conferencias y volvió a escribir y traducir, siempre con el apoyo y el amor de Monnier quien tenía problemas de salud desde 1950, y en 1954 le diagnosticaron la enfermedad de Meniere.
Adrienne sufrió por nueve meses los estragos del padecimiento, que le provocaba delirantes zumbidos y vértigo que, aunados a su reumatismo, resultó ser demasiado doloroso para soportar, por lo que tomó una sobredosis de pastillas para dormir de la que no se recuperó y murió el 19 de junio de 1955.
En los siete años que siguieron a la muerte de Monnier, la contribución de Sylvia Beach a la literatura y la carrera de James Joyce fueron finalmente reconocidas, viajó mucho e incluso se volvió financieramente estable, después de una vida sin riquezas monetarias.
Después de vacacionar en Les Déserts, donde ella y Adrienne habían pasado docenas de veranos en su retiro, Sylvia regresó a su departamento en la rue de l’Odéon, allí fue encontrada muerta por un aparente ataque al corazón el 6 de octubre de 1962.
Fue incinerada después de un simple servicio en el cementerio de Père-Lachaise y sus cenizas fueron enterradas al año siguiente en Princeton. La vida y obra de Beach, ha inspirado a decenas de agentes literarias, editoras y libreras en todo el mundo, su pasión por las letras y su bibliofilia fueron agente de cambio durante los años del modernismo y su legado, igual que el de Joyce, serán recordados por aquellos fervorosos de la literatura y las vicisitudes de sus años salvajes.