Una y otra vez, la crítica acusó el desaliño prosístico de Horacio Quiroga. Lo llamaron, en distintas oportunidades, “sucio”, “descuidado” y “omiso”. El español Guillermo de Torre, en una charla con el uruguayo, aprovechó para reprocharle su estilo “negligente”. Quiroga, mesándose las barbas, le respondió tajante: “A mí no me interesa el idioma”. En varias entrevistas, el cuentista aseguró ─unos dicen que irónico y otros que auténticamente irritado─ que no le preocupaban las normas dictadas por la Real Academia Española.
Quiroga ─de acuerdo con sus detractores más reaccionarios─ quería fomentar una literatura basada en el ruralismo. Tampoco eso les gustó: lo acusaron, incluso, de aldeano.
Horacio Silvestre Quiroga Forteza, aunque escribía con cierta influencia modernista, en efecto, no fue ningún estilista del idioma. No bruñía los enunciados y, en general, su estilo era astroso. Nuevamente, Guillermo de Torre ─que sólo el diablo sabe por qué abominaba su obra─, esta vez en un artículo virulento, volvió a recriminárselo: “Escribía, por momentos, una prosa que a fuerza de concisión resultaba confusa; a fuerza de desaliño, torpe y viciada”, apuntó.
Una cosa es cierta: las asperezas lingüísticas de sus criaturas, las toscas expresiones de sus personajes ─seres crudos y nada poetizados─, recusaban todo lirismo. Su estilo fue ─o parecía ser─ la negación de un arte que, a toda costa, se pretendía “puro”.
Pese a todo, sus cuentos contienen algo más que la crónica de un ambiente aldeano y selvático. En realidad, son historias ─trágicas o cómicas─ emanadas de un mundo siniestro y, muchas veces, retorcido. Son piezas que descienden hacia los abismos de la realidad humana, contadas por un hombre que, a través de la literatura, aprendió a liberar de sí mismo lo horrible ─y no pocas veces infausto─ de su existencia, marcada por el abandono, la muerte y el suicidio.
Las atmósferas que explotó en sus narraciones ─los mismo en sus cuentos, como en las dos únicas novelitas que escribió: Los perseguidos y Pasado amor─ fueron agrestes: espacios violentos y opresivos, habitados por pasiones funestas. Sus escenarios estuvieron, invariablemente, protagonizados por familias decadentes o desarraigados que luchaban ─tanto en la selva como en el corazón de la pampa─ en espacios desolados, donde la desdicha y los conflictos existenciales movían los hilos. El autor ─obstinado en practicar una aridez enunciativa que no admitía metáforas ni nexos comparativos─ desplegó ante el lector escenas descritas con una desnudez verbal que contradecían el exotismo estético impuesto por la tendencia imperante en aquella época: el modernismo.
Hubo quisquillosos que vaticinaron que su arte no prosperaría. No obstante, para sorpresa de aquellos recelosos, no fue así. En España, por ejemplo, Quiroga fue bien acogido y comenzó a ser editado y, al poco tiempo, reeditado. En Madrid, la influyentísima editorial Espasa-Calpe ─la primera, fuera de su país, que recibió su obra con enorme beneplácito─ decidió incluirlo en una selecta colección de autores donde figuraban, entre otros, Julien Benda, Jean Giraudoux, Marcel Proust y Thomas Hardy.
Quiroga fue un lector ávido. Se asomó con idéntica pasión a las obras de Shakespeare, Heinrich Heine y Leopoldo Lugones, quien, además, sería uno de sus amigos más entrañables. Pero la austeridad que practicó ─la economía de medios que tanto le amonestaron sus fustigadores─ fue un legado que acogió de su autor preferido: Edgar Allan Poe, quien, de todos sus ídolos literarios que tuvo, fue el que más lo influyó.
Precisamente, Los arrecifes de coral ─su primer libro, publicado en 1902─ estaba alimentado con una dosis de erotismo y decadentismo que intentaba igualar las cualidades de sus maestros: D’Annunzio, Maupassant y, sobre todo, Poe. No obstante, se trataba de una inmadura obra de juventud donde todavía imperaba el fárrago y la estridencia.
Su segundo libro ─El crimen del otro, un conjunto de 13 relatos macabros, donde prevalecían las atmósferas asfixiantes y los personajes anodinos─ exudaban por todos lados la influencia del escritor bostoniano.
No obstante, el influjo de Poe se nota de manera más evidente ─y más cuidada─ en una obra escrita hace exactamente cien años: Cuentos de amor de locura y de muerte (1917), una colección de 18 relatos enloquecedores donde Quiroga alcanzaría la cúspide de su arte, a través del uso reiterado del suspenso; es decir: del cuidadísimo manejo de la tensión y la emoción primaria, cuyos efectos estaban concentrados en alcanzar un instante dramático o un desenlace trágico.
En este libro ─donde las piezas más acabadas son, sin duda, “La gallina degollada” “El almohadón de plumas” y “El alambre de púas”─ el horror y la desdicha se toman de la mano. Alucinaciones confusas y flotantes, personajes que viven enfangados en un sombrío letargo y terroríficos niños idiotas chorreantes de babas glutinosas, son el telón de fondo de esta obra cuyos elementos pretenden ser, en todo momento, delirantes y apocalípticos.
Sus descripciones, aunque usan metáforas sobrias, son certeras: “Su luna de miel fue un largo escalofrío”; y la casa “producía una otoñal impresión de palacio encantado”, anota por ahí; “el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento”, anota por allá. Y es que si Quiroga no fue un modelo de estilismo, sí fue, en cambio, un maestro de la síntesis ajustada y de la economía verbal.
En el “Manual del perfecto cuentista” ─donde Quiroga le pide a sus prosélitos que crean en los “maestros” Maupassant, Kipling, Chéjov y Poe como en “Dios mismo”─, el narrador nacido en el Salto, Uruguay, en 1878, reunió sus juicios sobre la creación literaria. Ahí, en ese pequeño decálogo, entre otras recetitas, exhorta a no adjetivar sin necesidad: “Inútiles serán cuantas colas adhieras a un sustantivo débil”, aconseja.
Pese a sus poderosas descripciones, al final, su austeridad estilística, su menosprecio por el culto a la forma y su inclinación por retratar a personajes cerriles, hicieron que ciertos autores de la nueva generación ─Ricardo Güiraldes y Jorge Luis Borges, entre otros─ lo desdeñaran. Y no le importó. Horacio repelía con todo su corazón el esteticismo. “Una vez dueño de las palabras, no te preocupes de observar si son asonantes o consonantes”, sugiere en su manualito. Y más adelante los previene: “No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios”.
Paradójicamente ─o mejor dicho: gracias a eso─, pocos autores latinoamericanos han retratado tan descarnadamente, como él, la desilusión, la soledad, la incompatibilidad de caracteres y el fracaso. Quizá por eso, en 1987, el escritor Juan Carlos Onetti ─con motivo del 50 aniversario del suicidio de su coterráneo─ escribió: “Paridos a consecuencia de un cruce misteriosamente fértil entre dos viejas prostitutas llamadas envidia y ambición, decenas de enanitos declararon perimido el arte de Quiroga”.
Y tenía razón: siguiendo la gran estela dejada por Horacio Quiroga, más tarde vendrían Felisberto Hernández, Onetti, Rulfo, Arreola, Cortázar, García Márquez, Cortázar, Bioy Casares, Rulfo, Arreola, Monterroso, Ribeyro, Virgilio Piñera e incluso el mismo Borges, buscando afanosamente la economía verbal y la concreción que, a la postre, caracterizaría sus obras. A 80 años del suicidio del gran maestro del cuento latinoamericano, qué duda cabe, la fascinación por lo patológico, y las inclemencias de la vida ofrecidas en un estilo, a un mismo tiempo llano y agudo, continúan seduciendo a sus lectores.