José Cardoso Pires y António Lobo Antunes, además de la aventura literaria, compartieron la epopeya de la amistad. Juntos, atravesaron entrevistas, cenas, encuentros literarios y premios con un júbilo inocente. Caminaron cogidos del brazo, sonrientes e inflexibles, en las ceremonias oficiales, zahiriendo a los políticos con sus críticas agudas y frontales, y emocionando a los lectores que nunca encontraron en este par de prosistas excelsos la seriedad amarga del genio. Aunque la oficialía política intentó agasajarlos, ninguno de los dos se dejó lisonjear por el gobierno. Cardoso decía: “el elogio de cualquier político hiede a vituperio”; y Lobo Antunes: “no acepto ninguna clase de honores porque no le otorgo a mi país el derecho de juzgarme”. Actualmente, aunque Cardoso ha muerto y Lobo Antunes se encuentra retirado, vale la pena hacer un breve recorrido por la prolífica amistad que existió entre estos gigantes de la literatura portuguesa.
Al final de sus días, José Cardoso Pires (1925─1998) se sentía cansado, los atractivos del mundo no lo seducían, tenía el carácter avinagrado y, “sin sentir ninguna clase de sinceridad o de placer”, se reía en los momentos más inesperados. Detestaba, sobre todo, el mundillo de la farándula y trataba de permanecer distanciado de los temas coyunturales: “llegada la edad de los achaques, no entendemos gran cosa sobre la política (sólo escupimos necedades) y tampoco nos resignamos a seguir los estúpidos divorcios de las princesas”.
A Zé Cardoso —como lo llamaba cariñosamente Lobo Antunes— lo agobiaba el peso de los días. Los fines de semana, en especial, lo dejaban abrumado: “un espacio de tantas horas huecas que nunca he sabido cómo llenar exactamente”. A veces, por hacer cualquier cosa, iba a un cine, a una playa, a un museo donde, invariablemente, terminaba “arrastrando por el pasillo su lentitud de elefante vencido”. Corría el año de 1995, y el brillante cronista de Lisboa —que dejó un legado literario de poderosa imaginación y depurada técnica narrativa— tenía setenta años y comenzó a desarrollar ciertas actitudes severas, perfeccionistas, dogmáticas y rumiadoras que chocaban con su antiguo carácter alegre y candoroso. Y él mismo lo reconoce: “me he vuelto estúpidamente virulento y obsesivo”. Y, en efecto, el escritor, cuando no estaba enojado, invertía un tiempo enorme en dejarlo todo en orden. Pasaba horas en su casa acomodando los vasos y los platos en la alacena y se entretenía, con una fascinación infantil, limpiando meticulosamente los adornos de cerámica y los muñequitos de porcelana con un trapo húmedo.
Incluso dijo estar empachado de literatura: “ya no me interesa, me aburre: siento que las palabras me abotargan”. Se negaba a leer y decía que ni siquiera le interesaba “hojear ninguno de los aburridísimos libros de la estantería”. Con la edad, el gran prosador —como se describía él mismo— comenzó a sentirse arrebatado por un invencible sentimentalismo que, a la menor oportunidad, le brotaba, intempestivo. De hecho, muchas veces lloraba sin ninguna causa específica. “Uno cree que haber enterrado lo sentimientos y entierra un cuerno”, nos confiesa en su extraordinario libro de crónicas De Profundis, Valsa Lenta.
Cardoso, conforme iba envejeciendo, fue perdiendo el interés en escribir. A sus amigos les asombraba que el autor ni siquiera tuviera humor de practicar aquella escritura lenta, mayéutica y obsesiva que antes solía practicar con tanta ofuscación. Por un lado, estaban los sentimientos que no podía refrenar y, por otra parte, padecía el deterioro físico que lo hacía caminar un poco torcido y con órbitas de cristal. Además de que sentía sus huesos debilitados y le pesaba caminar, sus viejas ilusiones también disminuyeron: “Ahora mismo no tengo reflexiones, ni sueños, ni problemas de conciencia: sólo permanece en mí el deseo de durar (o de fluctuar) en la superficie de los días”.
En su libro Balada de la playa de los perros —una narración que el Times Literary Suplement calificó de tener una estructura novelística que alcanzaba infrecuentes niveles de significación—, el personaje, en términos físicos, se parece mucho al propio autor: “era un individuo de flaca complexión física, acentuada palidez y denotando avanzado estado de miopía”. Una exacta descripción de Cardoso.
Al autor nacido en São João do Peso —municipio de Vila de Rei, en el distrito de Castelo Branco— no sólo le daba tedio leer, también le costaba trabajo escribir, y cuando lo hacía, una vena, como una pequeña serpiente palpitante, recorría su todo cuello. Estaba cansado y sus dedos eran raíces secas que crujían ante el liviano peso del lápiz. Pero aun así se obligaba a hacerlo. De hecho, un año antes de morir, en 1997, le entregó a sus lectores Lisboa, libro de bordo, vozes, olhares, memorações, quizá el más desgarrador —y estimulante— de sus textos. En aquellas páginas, el anciano escritor nos cuenta que su infancia transcurrió alrededor de un imperio de gatos y borrachos escandalosos que él observaba, impávido, detrás de una ventana solitaria: “una ventana de la infancia que da a una iglesia que ya no está y a una plaza con dóciles palomas dando saltitos sobre borrachos adormilados”. ¿Ecos de Pessoa? Puede ser.
Como quiera, el escritor que defendió la transición democrática frente a las tempestades totalizadoras que asaltaron Portugal, se volvió un crítico más acre y poco tolerante. Detestaba a los “turistas culturales” que, disfrazados de intelectuales, hacían “recorridos por los monumentos únicamente para quedar bien con su fofa conciencia intelectual”. Tampoco soportaba a los académicos tozudos que, con ánimos taxonómicos, paseaban negligentemente por los museos: “son engendros para los cuales este mundo tiene que estar siempre muy bien fichado y ordenado”.
Cardoso, quien en la novela José (1977) había lanzado un durísimo ataque contra la censura y el fascismo durante la dictadura salazarista y mantuvo un imbatible espíritu fustigador frente al poder —incluyendo a los gobiernos de izquierda a los que llegó a sentirse más próximo—, siempre se caracterizó por ser un feroz crítico de la superficialidad. No obstante, y pese a que siempre se había descrito como “un gran amante de la vida”, en su vejez, el escritor se sintió arrebatado por un tedio generalizado que lo llevó a distanciarse de todo.
El único tema que parecía interesarle era su propia infancia. Cinco años antes de su muerte, se propuso recorrer los más recónditos y emblemáticos paisajes de su niñez. El resultado fue un puñado de crónicas y relatos donde creyó percibir “cierta melancolía bucólica, intemporal”: A Cavalo no Diabo. Durante su recorrido —fazendo horas, como se dice en portugués cuando no se tiene nada que hacer— realizó una buena cantidad de peregrinaciones lisboetas. Y en muchos de esos viajes, para su mayor regocijo, lo acompañó precisamente su entrañable amigo António Lobo Antunes, diecisiete años menor que él.
De jóvenes, los escritores solían salir con frecuencia de Portugal. Pero, llegado un tiempo, encontraron mayor fruición en los viajes locales. Durante aquellas gozosas procesiones, ambos solían cantar a coro —y por todo lo alto— fados inspirados en ciegos rengos y mendicantes, y boleros donde las protagonistas eran viejas prostitutas que tejían, balanceando sus papadas, al ritmo de la música, mientras permanecían a la espera de clientes cada vez más improbables.
Al término de la jornada, los amigos se juntaban en la habitación de alguno de los dos para hacer una recapitulación del día. Después de conversar largamente sobre los detalles que los habían asombrado, ya casi al filo de la madrugada, se despedían acompañados por “una suave melodía de vals hacia sueños de niño sin la angustia de lo trivial”, según contó el propio Cardoso. En 1988, días después de la muerte de su amigo, Lobo Antunes recordaría aquellos momentos en un melancólico texto titulado “A José Cardoso Pires, al oído”, donde apunta: “Me hacías recordar a un delincuente juvenil fugado de un reformatorio por la puerta trasera, en otros momentos a un ratón perdido en el gruyer sin encontrar los agujeros, casi siempre un chiquillo ocultando su angustia bajo la ironía en bares azarosos, donde bebías whisky con la ilusión de una limonada y conversabas de literatura con la seriedad inmensa con que se discuten las peripecias vitales de un juego a las canicas”.
El psiquiatra Lobo Antunes, vio en su amigo a un maestro y a un personaje atormentado. En una entrevista describió a su querido Zé como un hombre atrapado “en una lucha indecisa y dolorosa, en una orfandad que la familia de las palabras no podía consolar”.
Cardoso —fundador de importantes publicaciones literarias, como la célebre revista Almanaque, que jugó un papel neurálgico en la Lisboa de los años cincuenta—, era un refinado bebedor de vino, mientras que Lobo Antunes sólo se permitía beber agua. “¿Por qué bebes?” —le preguntó alguna vez el ex soldado que había combatido en la liberación colonial de Angola. “Porque me dan pena las personas que no beben; se despiertan por la mañana tal como van a sentirse durante el resto del día”, fue la respuesta del maestro.
Curiosamente, António Lobo Antunes (Lisboa, 1942), quien actualmente se encuentra apartado del mundanal ruido literario, ha terminado por alcanzar una vejez muy parecida a la de su apreciado amigo Zé. “Yo ya no frecuento a los amigos (que cada vez son menos) porque, animados por un gesto fraterno, siempre me dan palmadas en la espalda que terminan descoyuntándome las vértebras”. Su libro más reciente —Da Natureza dos Deuses (2015)— tiene tres años de haber sido publicado. Lobo, como su amigo Cardoso, ha declarado que la literatura lo tiene completamente desanimado: “Escribir es una actividad que raramente asocio al placer”. Hace tiempo que sólo le complace sentarse, callado, a mirar en los jardines. Y no sólo en el de su casa. Varios periodistas, cuando han logrado entrevistarlo, lo han encontrado en los bancos de la calle, en los parques e incluso en los jardines de ciertos centros comerciales.
Lobo, a pesar de ser un autor bastante prolífico —tiene, al menos, quince libros más que Cardoso—, nunca ha sido un tipo especialmente parlanchín. Y ahora menos. “Yo soy un jubilado. Los jubilados hablan poco y yo también”, nos dice en una breve narración llamada “Datos para la biografía de Antonio Lobo Antunes”. El eterno candidato al Premio Nobel de Literatura, nos confiesa él mismo, se sienta perplejo —y desolado— frente al televisor. Muchas veces no entiende lo que ocurre en la pantalla pero continúa ahí, en la sala, mirando. Y, de pronto, como si operase un pequeño milagro: “Un niño me sonríe desde el aparato. Lamentablemente la sonrisa dura poco tiempo. Tal vez ni siquiera una sonrisa. Tal vez soy yo el que necesita de una sonrisa. Hay momentos en la vida en los que necesitamos tanto de una sonrisa”.
En busca de un asidero que lo alivie de la monotonía, el autor de Buenas tardes a las cosas de aquí abajo, a veces, se asoma por sus libreros. Pero lo único que encuentra son “lomos y lomos inútiles en los estantes, ediciones de los escritores que me gustaba leer y ahora me resultan indiferentes: Felisberto Hernández, William Gaddis, Eliseo Diego”. Le gusta la música. Especialmente Chopin —o, al menos, así lo recuerda— y lo pone en discos de setenta y ocho revoluciones, con los saltos de la aguja que terminan formando parte de la música: “por cada giro un sollozo rechinante que acentúa la melancolía del piano”. Pero el encanto, si lo hay, también le dura poco. Otras veces sale al patio, toma una silla y, subiéndose a ella, se asoma por la barda, apoyando la barbilla en el muro, lleno de una tediosa paciencia, a que ocurra algo. Y, al cabo de un rato, lo único que sucede es que su pasado irrumpe en su presente: recuerda que fue un niño de coro y que la iglesia lo asustaba. Vienen a su cabeza aquellos santos con sandalias y pies astillados que, como él los veía, no necesitaban ser sacudidos de polvo, sino que “exigían más agua oxigenada para sanar sus heridas”.
El autor de Conocimiento del Infierno, con los ojos estancados por la congoja, escribe cada vez menos. A duras penas puede ver lo que apunta en la hoja. Escribe prácticamente a ciegas y sus líneas se montan unas a otras en el papel. Ahora permanece durante varias horas sentado en su escritorio esperando que le vengan las palabras y nada que llegan. En sus últimos escritos, cada vez más cortos, una y otra vez, asoma el tedio que le comporta la faena literaria: “Llevo más de una hora en busca de una idea para esta crónica: no tengo ninguna. Oigo pasos en el corredor, los automóviles en la avenida. De vez en cuando, voces. Escribo en papel sellado y como no sé qué escribir relleno con la estilográfica los círculos de las oes. Me quito las gafas. Limpio las gafas. Como debajo de las letras hay números de teléfono, aprovecho y relleno también los círculos de los ceros”.
En un texto autobiográfico —otro más—, Lobo escribe: “Creo que me hice escritor porque de niño mi padre me curaba la gripe con sonetos en lugar de aspirinas”. En todo caso, los libros de este hombre son una deliciosa antología de mentiras y revelaciones que jamás hay que tomar al pie de la letra. Lo cierto es que este hombre perspicaz —a quien el crítico Ignacio Echeverría ha descrito como “un privilegio insólito en el panorama de la literatura mundial”— supo, más nítidamente que muchos de sus compañeros generacionales, que existía una enorme diferencia entre escribir bien y escribir mal. Más tarde, ya con varios libros acumulados en su amplia bibliografía, descubrió que había una diferencia aún mayor entre escribir bien y la obra de arte. Y, en ese momento, su angustia fue completa, y se sintió “roído por los mil ácidos de la angustia, porque jamás llegaría a concretar semejante cosa”.
En su Segundo libro de crónicas —donde, una vez más, recuerda a Cardoso—, Lobo Antunes nos dice algo más sobre su hastío: “yo quería que la patria se jodiera, además del fascismo y la democracia y todo lo demás”. Ahora, como en su infancia, el escritor se deja arrastrar por la fantasía, aquel territorio que un día le prohibieron. “Déjate de fantasías”, le exigió su padre. Pero no lo hizo nunca. Al contrario: al decirle esta frase, el tipo le descubrió el único lugar donde llegó a sentirse a gusto. Casi de inmediato, se puso a escribir: “o sea a tocar el piano en las nubes”, como él describe su escritura. De una u otra forma, ha vuelto a ser “Antoninho”, aquel niño para quien la literatura, fuera de los libros de Sandokan, era una lata tremenda. Ahora se parece más a su amigo Cardoso, a quien recuerda con frecuencia: “Lo que aparece frente a mí, Zé, somos nosotros dos separados por una mesa de restaurante, tú con vino y yo con agua o cerveza sin alcohol… Me haces mucha falta, mucho más de lo que imaginé que me harías”.