Marcel Duchamp ─el defensor del “arte fugaz” y el amante de la estética contemporánea─ fue un hombre delgado y vivaz, que ceceaba un poco al hablar. Cuando discutía sobre el arte moderno, sus enormes orejas le bailaban como si tuvieran vida propia. En su estudio de París, donde vivió por poco más de veinte años, colgaban fotografías enmarcadas que lo mostraban codeándose con los prohombres de la farándula dadaísta: Tristan Tzara, Marcel Janco y Jean Arp. En algún retrato, incluso, lo vemos intercambiando una melancólica sonrisa con Guillaume Apollinaire sobre lo vano de todo esfuerzo terrenal. Hay que recordar que Duchamp, al lado de sus hermanos ─Raymond Duchamp-Villon, Jacques Villon y Suzanne Duchamp-Crotti─ fue un tipo afanoso que, desde el comienzo de su carrera artística, buscó relacionarse con los más eminentes vanguardistas de su época. Trató de cerca ─y con profusa intimidad─ a Pablo Picasso y Georges Braque, quienes, por cierto, en algún momento lo motivarían a formar un osado movimiento que llamaría “cubismo independiente”.
Pese a que Marcel ─un hombre que estaría llamado a romper con las fofas y arcaicas convenciones sobre las artes plásticas de su tiempo─ le divertía mucho representar el papel de herético que sus críticos le habían asignado, no le gustaba hacer vaticinios. Y no le agradaba, simplemente, porque no confiaba en el porvenir. Se negaba en redondo a elaborar postulados sobre el arte que practicaba. Y cuando le insistían, respondía, irónico: “El arte tiene la bonita costumbre de echar a perder todas las teorías artísticas”.
Como Juan José Arreola, Martin Amis e Isaac Asimov, Duchamp invirtió un tiempo precioso jugando al ajedrez. Muchos amigos se lo reprocharon, diciéndole que haría mejor volcando su talento en construir su arte. ¿Qué era eso de andar perdiendo el tiempo colocando en un tablero alfiles, caballos, torres y peones?, le increpaban, a lo que él respondía, a un tiempo bromista y desdeñoso: “Todavía soy una víctima del ajedrez. Tiene toda la belleza del arte y mucho más”.
Y es que Duchamp, a pesar de su rostro gruñón y aquilino, fue un provocador que se tomaba casi todo en broma, y, justo por eso, no todo el mundo lo estimaba. Pese a que gozaba de una apantallante inteligencia ─y las ideas le bullían en la cabeza como hormigas atómicas─, tenía pocas amistades verdaderas. Apenas pudo llevarse bien con su joven epígono Salvador Dalí. Y era normal: la naturaleza ególatra y exhibicionista del autor de “La miel es más dulce que la sangre” chocaría contra el carácter más cerebral y liviano de Duchamp. Acaso haya sido Francis Picabia uno de sus pocos amigos entrañables.
Todo mundo ─o casi todo─ sabe que la fama le llegó a Marcel Duchamp (1887−1968) con su obra “Desnudo bajando la escalera”, un óleo de oscuros trazos geométricos donde el artista coqueteaba con el futurismo, haciendo una rara e insólita incursión en el arte cinético. El dichoso cuadrito le cosechó su buena fama, especialmente cuando fue expuesto en la Armory Show, de Nueva York, donde, por lo demás, se había reunido la obra de más de 300 artistas plásticos con heteróclitas tendencias impresionistas, simbolistas, fovistas y cubistas entre los que destacaban dos de los grandes maestros que tanto influyeron en Duchamp: Cézanne y Kandinsky.
A partir de ahí, su obra se catapultó hacia circuitos más altos e influyentes. Lo curioso es que, a pesar de su fama, el francés obtuvo muy poco dinero con sus cuadros y sus esculturas. Regaló la mayoría.
Físicamente, Marcel tenía las manos delicadas, blancas, casi traslúcidas, como las de un confitero acostumbrado a elaborar pasteles, tartas, galletas, budines y otras exquisiteces de repostería. Pocos hubieran imaginado que, pese a la delicadeza de sus manos, el tipo fuera capaz de crear esa clase de obras abstractas y punzantes. Debió ser un deleite mirarlo, haciendo gala de una paciencia apostólica, decorando sus piezas con alambres, latones y pedacitos de cristal. Y lo mejor es que el artista lo hacía sin cortarse. No por nada su obra más célebre es El Gran Vidrio.
Al principio, ávido de fama y reconocimiento, Marcel participó en las tertulias con un entusiasmo redoblado. Luego de un tiempo comenzó a padecer soponcios, y no tardaron en fastidiarlo aquellos aburridos cenáculos. Le desagradaba padecer las borracheras de los artistas y, además de todo, tener que escuchar sus inepcias y los chismes de tercera mano que siempre se contaban. Finalmente, terminó por evadirse de esas reuniones huecas donde se hablaba sobre las intrigas y patrañas del mundillo intelectual. También abominaba la pedantería de los escritores parlanchines. No creía en el supuesto poder de la palabra: “Las palabras no tienen absolutamente ninguna posibilidad de expresar nada. En cuanto empezamos a verter nuestros pensamientos en palabras y frases todo se va al traste”, apuntó.
Emanado de las filas del dadaísmo, los surrealistas quisieron incorporarlo a sus filas. Pero Duchamp, al ver que los prosélitos de André Bretón ejercían su apostolado a puerta cerrada y se tomaban muy en serio su papel de catequistas del “Arte revolucionario”, se alejó rápidamente de ellos.
Como su técnica artística se basaba en colocar los objetos cotidianos retirados de su contexto para ser presentados como esculturas, lo acusaron de chusco. Y seguro que lo era, porque para Duchamp el arte tenía que ser divertido. ¿Quién no ha reído al ver su L.H.O.O.Q. Afeitada, donde caracteriza a La Gioconda con bigote y barbita de chivo? Pese a que una horda de críticos de opereta se dio gusto llamándolo burdo y ocurrente, su ingenio produjo obras que ahora mismo continúan siendo una referencia obligada para todos aquellos fatuos que se precian de practicar un arte iconoclastas. No sería descabellado afirmar, en este sentido, que Duchamp es el padre del arte instalación. Y, con ello, también del arte burlón, irónico y desenfadado. No hay duda que tipos como Helio Oiticica, Joseph Beuys, Wolf Vostell o, entre nosotros, el arrojado Víctor Sulser ─quien es el más atrevido y cáustico representante del performance art─ le deben mucho al autor del propulsor del Arte encontrado, una expresión que, por cierto, continúa cimbrado el “buen gusto” de los tullidos saurios de la crítica. Y es que para el sardónico Duchamp ─como ya explicaba Octavio Paz ─ “el buen gusto no es menos nocivo que el malo”.
No debe asombrar que su obra ─que adicionalmente está teñida de lubricidad y erotismo─ continúe tan vigente. Esta fascinación por la sensualidad ─que impregna sus pinturas, dibujos, grabados y esculturas─ colocan al voyerismo, al placer carnal y al objeto como motor de una nueva forma de expresión artística. ¿Sorprende? No debería. Actualmente, los conceptos se han desvanecido porque la realidad que se pretende designar, simple y sencillamente, se ha derrumbado. Y mientras ciertos artistas anquilosados continúan enzarzados en defender la solemnidad de sus técnicas pretéritas, y personajes bastos y cerriles como Avelina Lésper son incapaces de entenderlo, lo cierto es que Duchamp, con esos movimientos de catadura ajedrecística que tanto le gustaban, sigue poniendo en jaque al Rey.