Philip Roth: el mujeriego jactancioso - Paralelo24 Skip to main content

Antes de saltar a la fama, Philip Roth fue un joven tímido, casi depresivo. Aislado y taciturno, poseía cierto aire sombrío: era un muchacho de flacura y arrugas alarmantes. A pesar de tener un cuerpo bronceado y macizo, se comportaba como un arisco empecinado. A diferencia de los campeones de la retórica que acudían al mismo colegio donde él estudiaba, el tipo no conseguía hablar con fluidez, y cada uno de sus ademanes le confería un aspecto de aldeano retraído. Pese a todo, se conducía con cierto aire jactancioso. 

En la escuela, sus mentores lo delataban: el estudiante Roth, aunque obtenía buenas notas y resultaba, incluso, un alumno sobresaliente, padecía severas crisis emocionales. Varios de sus compañeros —según nos contó él mismo en Patrimonio: una historia verdadera— opinaban que era difícil lidiar con aquel chico de nariz roma y mandíbula prominente que, además de consagrar dos horas diarias a la natación, se negaba a participar en cualquier actividad grupal. Los párpados fatigados —a los que se agregaban unos tétricos hombros anchos y desmayados— hacían pensar en un ser vencido por la melancolía. Demostrando que la mocedad no es equivalente a esplendor, Philip resultaba, en efecto, un adolescente particularmente anómalo: la cabeza pequeña, el cabello enmarañado y un par de cejas negras e hirsutas lo hacían reconocible a varios metros de distancia. No sorprende que, en la escuela y en el sector donde vivía, sus amigos fueran escasos.

Philip Milton Roth nació en 1933, en Newark, Nueva Jersey. Su familia —adherida testarudamente a los anticuados preceptos del buen samaritano— era solícita y hospitalaria. Los amigos de la familia, de hecho, habían sido celosamente elegidos entre los colegas de su padre: Herman Roth, un perseverante y entusiasta vendedor de fianzas. Aunque no era precisamente musculoso, aquel dinámico corredor de seguros transmitía una sensación de vitalidad y fortaleza. La madre —Beth Roth, que años más tarde cobrará niveles míticos en las novelas de Philip— era una mujer alta y enjuta como un tallo seco. De acuerdo con su propio hijo, la mujer “tenía los rasgos angulosos y severos que eran habituales en las rígidas e inocuas amas de casa”.

La casa paterna estaba ubicada a ocho kilómetros al oeste de Manhattan, en un suburbio apacible. Desde la ventana de la casa, según nos contó el mismo Roth, “se podían observar vigorosos arbustos en las aceras”. A veces, el muchacho se despertaba en la madrugada y, en medio de aquel silencio, escuchaba a los perros que ladraban y gruñían en la lejanía. En las paredes de todas las habitaciones pendían retratos familiares: abuelos, hijos, tíos, primos, sobrinos, y hasta fotos de algunos amigos cercanos. En general, se trataba de un hogar cómodo y acogedor cuya estética, supervisada y mantenida tozudamente por Beth, defendía una norma elemental: conservarlo todo en su lugar. Cincuenta años más tarde, Philip le confesaría a un periodista del Washington Post: “Creo que nunca le ofrecí demasiados problemas a mis padres. Yo era un jovencito amable, a quien le gustaba su casa, su cocina, su madre y su cama. Aún me gustaría tener todo aquello.”

Hijo de inmigrantes judíos, el afectuoso e indulgente muchacho trató de cumplir lo mejor que pudo con su cuota de hebraísmo. Más por agradar a la familia que por propia convicción, acudía puntualmente a la sinagoga y estaba presente las  celebraciones más representativas: Rosh Hashaná, Yom Kipur, Sucot y Pésaj. No obstante, la ortodoxia jamás encontraría cabida en la excitable conciencia del futuro escritor. Si bien admiraba y leía a un puñado de novelistas judíos —Bruno Schulz, Saúl Below, Primo Levi y Bernard Malmud— fueron más los autores que execró y satirizó: “hay escritores plañideros o deleznables, cuyas obras merecen mi completa antipatía: Iliá Erenburg, Gertrude Stein o ese bufón obsceno llamado Allen Ginsberg”.

Curiosamente, las primeras obras de Roth son tan frívolas y anodinas como aquellas que amonesta. Los textos de su juventud son, en su mayoría, sainetes y melodramas que no logran trascender la puerilidad: Goodbye, Columbus, un insulso libro de narraciones cortas e insípidas; Deudas y dolores, un mamotreto cuyo barroquismo e intriga es tan enredada como soporífera; y El mal de Portnoy, una infortunada fábula sicalíptica, cuyo desolado mérito consistió en resistir impávidamente los vituperios de la ortodoxia judía y ofrecerle una enorme fama de provocador.

Al libertino Roth —en muchos de sus libros él mismo se jacta de ser un hombre infiel— le interesa el amor libre. Una y otra vez —usando fraseos semejantes— nos dice: “deseaba estar libre de la exclusividad que impone el amor monógamo”. En Los hechos, uno de sus grandes libros de madurez, nos obsequia un sardónico retrato sobre el comportamiento que lo animaba durante su juventud. Y para hacerlo más lírico, en algún punto de la trama, cita una frase de Thomas Wolfe: “estaban borrachos, eran jóvenes, tenían veinte años… y sabían muy bien que nunca morirían”.

Cuando el crítico Harold Bloom —encumbrado en su arrogancia monacal— decidió proclamar a Roth como “el artista más fino entre los escritores estadunidenses desde William Faulkner y Henry James”, es posible que el tipo haya ignorado  diez de los treinta libros firmados por el flamante ganador del Pulitzer. Lo cierto es que el celebérrimo Philip Roth —que, hasta ese momento, llevaba a cuestas una veintena de galardones, premios y una persistente candidatura al Premio Nobel (que nunca se cuajó)— tenía apenas un manojo de obras memorables: La conjura contra América, un portentoso ejercicio imaginativo, en donde  el héroe de aeronáutica Charles Lindbergh conquista la Presidencia, vence a Franklin d. Roosevelt y consuma una pasmosa e inconcebible alianza con Hitler; El teatro de Sabbath, la perturbadora historia de Mickey Sabbath, un rancio y licencioso titiritero cuyas semejanzas con los personajes del marqués de Sade son inquietantes, por decir lo menos.

En 1990  —tras publicar Engaño y casarse con la actriz Claire Boom—, Roth tenía 57 años. En ese momento, no sólo era un hombre maduro, sino que se había transformado en un tipo cáustico. Se observaba una enorme distancia —más de treinta años— entre este sujeto y el alumno prudente, responsable y diligente que obtenía buenas notas, que salía únicamente con chicas afables, que se entregaba a fondo en los debates, que había sido un sobresaliente jugador en el equipo de beisbol,  y que había vivido bastante satisfecho rigiéndose por las normas de los adolescentes de su barrio y de su escuela.

Dejando a un lado las furibundas memorias que Claire escribió tras su divorcio —Leaving a doll’s house—, en las que describía a Roth como un mentiroso, manipulador, adúltero y neurasténico, lo cierto es que el escritor no sólo había transformado drásticamente su carácter, sino también su literatura.

De hecho, justo en su época de madurez, el novelista aceptó que en su juventud, “hambriento de distinción literaria”, solía escribir animado por la indestructible ambición de sobresalir. Abjura de un par de sus libros: Cuando ella era buena y La gran novela americana porque “no son las novelas que, a la distancia, valgan mucho la pena”. En cada esquina —“y en cada obra escrita”— decía haber tropezado de frente con los mismos errores. Cada vez que podía, con un mohín nostálgico y un además que parece rozar la frustración, Roth satirizaba sus épocas juveniles: “Aquellos grandiosos días de jactancia, cuando nada te arredra y sólo tienes razón. Todo es un blanco; atacas; y tú, y nadie más que tú, está en lo cierto… una completa estupidez”.

Más allá de las largas —y constantes— diatribas contra su propia juventud, debemos aceptar que los mejores libros de Roth son los que escribió durante su madurez, aquellas obras donde comienza a mezclar libremente —y sin tapujos— la ficción con la autobiografía: Elegía, Sale el espectro yLos hechos. Se trata de historias punzantes donde el autor se reconoce al borde de la disolución mental y afectiva. En estas novelas, vemos a  protagonistas que, tras salir de una enfermedad o una depresión, se abalanzan frenéticamente hacia las experiencias simples de la vida. Se trata —nos dice el propio autor— de “remachar unos cuantos clavos emocionales bastante puntiagudos”.

El viejo Roth —ya completamente opuesto al joven templado, respetuoso y apacible que había sido— se transformó en un genial escritor sarcástico que no se arredró ante nadie. Recordemos que en varias ocasiones se vio envuelto en virulentas polémicas contra cierto grupo de rabinos necios y ortodoxos que lo consideraron “traidor a su propia tradición”. Su profuso historial de noviazgos, matrimonios fallidos y aventuras con alumnas —que lo llevó a retratar a sus ex parejas como enfermizas, arpías e histéricas— le granjeó la animadversión, hasta el día de su muerte, de un nutrido grupo de obcecadas feministas que lo entendieron —y juzgaron— como un ogro de misoginia. 

Como siempre ha existido un insaciable apetito por encontrar próceres y genios hasta por abajo de las piedras, ahora que ha muerto Roth, habrá torpes que intenten canonizar su imagen. Pero, afortunadamente, se toparán con el muro impuesto por la propia obra del escritor. El autor de Operación Shylock jamás se vio así mismo como un numen ni como un santón de la literatura. Todo lo contrario: pese a que en su juventud fue un chico bien orientado, con una robusta vena libresca e infectado por el virus de la superioridad intelectual, poco a poco, comenzó a desarrollar esa fuerte propensión hacia el pitorreo y la ironía mortífera que lo caracterizó. En realidad, pocos escritores han sido tan profundos, cáusticos y divertidos como el creador del emblemático Nathan Zuckerman.

Ojalá que sus deudos —en aras de buscarle un lugar en el paraíso de los ídolos— no consigan enlodarlo con la sucia tierra de la adulación. Philip Roth —uno de los autores más sobresalientes de la literatura del siglo XXI— no merecería esa afrenta.

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