Carlos Fuentes (1928-2012) —además de sus amplias discusiones sobre literatura, historia, arte precolombino, cine y política— escribió y polemizó extensamente sobre la desilusión del éxito, la oquedad de la fama y los fantasmas diurnos que, según afirmaba él mismo, lo visitaban a diario mientras escribía.
Enemigo de los totalitarismos y simpatizante desencantado del comunismo, el escritor mexicano dijo que el nazismo se había derrumbado “como un espantoso dragón herido” y que el comunismo soviético terminó por “arrastrarse a la muerte como un gusano enfermo”. Al escritor mexicano le gustaban las metáforas apocalípticas que, desde pequeño, extrajo de la obra de autores como Walt Whitman, Rimbaud, Darío y Neruda.
En 1961, cuando Fuentes escuchó por primera vez a Neruda, quien se encontraba leyendo un poemario junto al mar, le pareció que la voz del poeta chileno “y la del océano parecían fundirse en una sola, vasta y anónima… como si el séptimo día de la creación americana tanto Dios como el diablo se hubiesen cansado y entonces Pablo Neruda tomó la palabra y bautizó todas las cosas”.
Fuentes le concedió más valor a las descripciones del autor de Residencia en la Tierra que a las narraciones que había encontrado en la Biblia. Le pareció inaudito que en aquellos libros —“confeccionados a base de generalidades y lugares comunes”— estuvieran ausentes el cacao, los búfalos, las iguanas y los quetzales. Creer en Dios, incluso, le parecía al novelista un gesto anacrónico: “Es como creer, antes de Copérnico, que el Sol gira alrededor de la Tierra”.
Una década antes de su muerte, Fuentes decidió ser más enfático con su ateísmo: “Se me ocurre que a Dios no le gusta la literatura, porque la literatura le arrebata a Dios tanto el Cielo como el Infierno. Por eso Dios nunca escribe. Le encarga a sus ̔negros̕, a sus ghost writers, que lo hagan por Él. Dios nunca escribe. Sólo dice. Es un orador. Un jilguero”.
No fueron las únicas reflexiones polémicas que defendió. Fuentes, hombre de vasta cultura y elocuencia fulminante, solía esgrimir juicios perturbadores que pocos eran capaces de impugnar. En sus libros y en sus conferencias, dejaba escapar siempre un buen torrente de críticas: “niego dos políticas: la de avestruz que esconde la cabeza en la arena. Y la del toro que entra a destruirlo todo en la cristalería”; o “decepciona un Estado obsoleto que resulta vigente para rescatar a bancos quebrados, a financieros fraudulentos y a industrias bélicas mimadas”.
El destacado cuentista desconfiaba del pueblo bueno y de las agrupaciones que, supuestamente, se arracimaban para salvaguardar a la naturaleza. Amonestaba duramente a las congregaciones y a las colectividades: “Pronto no habrá quien defienda los bosques y los parques, un día se perderá todo sentido de la comunidad —curiosamente, en nombre de la comunidad—.”
Quienes lo describen como un personaje seducido —y deslumbrado— por la globalización, pretenden desconocer que el novelista también fue uno de los críticos más impetuosos de este proceso: “la cultura global se convierte en un desfile de modas, en una pantalla gigante, un estruendo estereofónico, una existencia de papel couché. Nos convierte en lo que C. Wright Mills llamó “Robots alegres”.
Fuentes —quien pensaba que la política era más que un episodio electoral— aborrecía a los actores políticos que, “ondeando las banderas de la solidaridad”, se dedicaban a “lucir los harapos del provecho propio”. Como a todo demócrata, le preocupaba el regreso de los peores signos del fascismo: “la xenofobia, la discriminación racial, el fundamentalismo político y religioso y la persecución del trabajador migratorio”.
En La nueva novela hispanoamericana, Fuentes explicaba que “no hay innovación sin tradición” y agregaba que “hay que ser provechosamente locales para ser fructuosamente universales”. De ahí que en su obra resuenen voces tan disímiles como las de Homero, Virgilio, Quevedo, Borges y Dos Passos, pero también escuchemos los ecos de Azuela, Rulfo y Martín Luis Guzmán. Dardo Moratto, uno de los personajes de La región más transparente, afirma, exponiendo el credo del autor, que “no hay un pasado vivo sin nueva creación. Y no hay creación sin un pasado que la informe y la ocasione”.
No obstante, los cuatro autores que más influenciaron el trabajo de Fuentes fueron Cervantes, Balzac, Faulkner y Alfonso Reyes. Lo que más le atrajo de Balzac fue que “sus personajes son ambiciosos trepadores pero también los derrotados y humillados”. Faulkner le interesaba porque “disiente del optimismo fundador del Sueño americano para decirle a sus compatriotas: también nosotros podemos fracasar. También nosotros podemos portar la cruz de la tragedia. Esa cruz lleva el nombre de racismo”. Cervantes, en quien Fuentes acusaba una marcada influencia erasmista, lo sedujo porque desarrollaba tres temas que también lo sugestionaban: “la dualidad de la verdad, la ilusión de las apariencias y el elogio de la locura”.
Con Alfonso Reyes, quien lo acompañó durante sus primeras incursiones literarias, compartió la idea de que “la literatura no es sólo reflejo sino construcción de la realidad”.
Viajero inagotable, orador de poderosa elocuencia y personaje ilustradísimo, Carlos Fuentes, no arrastró su erudición como un fardo o una expiación. Al contrario: gozó de ella como quien disfrutaba de una prodigiosa y espléndida cornucopia que le ayudó a pensar e imaginar el mundo. “La imaginación —como apuntó la escritora brasileira Nélida Piñón— fue su pasaporte”.
El autor de Terra nostra no fue un hombre de ideas fijas. Dueño de una facundia inagotable, poseía la enorme —y asombrosa— capacidad para suplir y transformar su alegato. Más que visionario fue una suerte de Proteo, capaz de transfigurarse en león, serpiente, leopardo, cerdo, e incluso agua o árbol, si sus opiniones así lo requerían.
Su vasta obra, de La región más transparente a Federico en su balcón, combinó distintos tiempos e idiomas dentro y fuera del español. Octavio Paz, que no concedía elogios fácilmente, lo definió como “un combatiente en las fronteras del lenguaje, un explorador de sus límites”.
Al igual que Julio Cortázar, Fuentes fue un autor de pretensiones universales. El mismo Octavio Paz, en La máscara y la transparencia, un texto que el poeta escribió cuando aún no se atravesaba entre ambos autores la “ambiciosa cucaracha” de la enemistad, apuntó: “Por su cosmopolitismo, Fuentes podría parecerse a Cortázar, el más lúcido y radical, valga la contradicción de nuestros desarraigados”.
Viajero insaciable y escritor voraz, Carlos Fuentes describió paisajes y retrató el cuerpo interior de los personajes. A noventa años de su nacimiento, dejó una obra prolífica: novelas, cuentos, ensayos, discursos, semblanzas, guiones cinematográficos, libretos de teatro y de ópera. A la prodigiosa memoria de este hombre cosmopolita, como a Terencio, nada humano parecía serle ajeno.