A Juanito, el gran Sombra azul, por aquellos sábados en la Apatlaco
El Santo fue el primer luchador mexicano que contendió en circuitos internacionales. Al “Enmascarado de plata” ─además de la legión de admiradores que seguían sus luchas en México─ también lo admiraban en Centroamérica, Estados Unidos, Europa y Japón.
Sus primeros combates fueron transmitidos por la radio, esa gran difusora y creadora de ídolos de los años treinta. Su acenso al paraninfo de los adalides nacionales, hasta cierto punto, fue natural. A finales de los años cuarenta ─cuando la carrera del Santo, junto a la de Black Shadow, Blue Demon y el Cavernario Galindo comenzaba a despuntar─ los mexicanos encontraron en las arenas de lucha libre un auténtico venero de ídolos.
Su espectáculo —el pancracio— supo combinar hábilmente deporte, artes escénicas y una depurada coreografía de combate. “Deporte olímpico, comedia, teatro de variedad: catarsis…”, apuntó certero el escritor Monsiváis. Lamentablemente, a la hora de escribir su crónica sobre El Santo el Monsi se equivocó en dos pormenores sustanciales: afirmó que Rodolfo Guzmán Huerta había nacido en 1915 —dos años antes de su verdadero nacimiento— y aseguró que el luchador solía hacer una pareja irreductible con Blue Demon, un equívoco garrafal si tomamos en cuenta que “El demonio azul”, tanto en el ámbito luchístico como en el terreno personal, fue el principal archienemigo del Santo.
En la literatura, por cierto, su influencia no fue menor. Rafael Ramírez Heredia, por ejemplo, escribió un cuento —“Otra vez el Santo”— donde el protagonista está obsesionado con acudir a una lucha del “Enmascarado de plata”. Pero el Rayo Macoy, que jamás entendió gran cosa sobre este deporte, poco a poco fue cediendo a una trama chocarrera y su ficción derivó en una hilarante parodia. En lugar de usar el nombre de los auténticos rivales del Santo —Blue Demon, Black Shadow, Gory Guerrero, Bobby Bonales o Karloff Lagarde— el autor tampiqueño prefirió sacarse de la manga unos nombres tan caprichosos como insulsos: Doctor Sangriento, Villano Negro y Máscara del Demonio.
La fama del Santo logró saltar del encordado y, a finales de los años 50 del siglo pasado, arribó al cine. En la pantalla grande ─donde protagonizó más de medio centenar de películas─, el Santo se enfrentó a vampiros ávidos de sangre mexicana y, a fuerza de llaves y patadas voladoras, doblegó a monstruos intergalácticos. Combatió ─con exceso de acrobacias, saltos mortales y brutales palancas a los brazos─ a villanos tan execrables como el “Cerebro del Mal”, los “Hombres Infernales” o el “Doctor Siniestro”, cuya malevolencia, como todo mundo sabe, no conocía límites.
En todas sus películas, el Santo luchó a dos de tres caídas sin límite de tiempo contra monstruos, criminales y científicos chiflados que, con avidez genocida, intentaban acabar con la humanidad, haciendo estallar en sus espaldas sillas y mesas de utilería para detener sus ignominias. Gracias a su heroísmo a ultranza, malhechores inicuos y agresores, siempre derrotados, fueron expulsados triunfalmente de la Tierra y, humillados, tuvieron que marcharse a incubar su rencor y sus maquinaciones a otras galaxias lejanas.
Además de paladín de las causas nobles, Santo fue también un galán que no dudó en arriesgar su vida por la salvación de la joven bella, del científico bueno, del género humano e incluso del universo entero. Después de cachetear zombis, rendir a Drácula con un “cangrejo” y romperles la espalda con quebradoras a cien momias de Guanajuato, se subía de un salto a su Jaguar y, con la mano abierta a manera de despedida, se alejaba como un bólido por la carretera en busca de nuevas aventuras.
En cierto sentido, el Santo es nuestro equivalente a Batman o Spider-Man. Y aunque a veces lo tomaban distraído y solía perder un tiempo precioso salvando a tontos irremediables, como Capulina o Carlitos Suárez, en general solía ser un héroe muy resuelto y concentrado.
El Santo fue un excelente luchador aéreo. Su lucha volátil —el tope de frente y su paseo por las cuerdas— influyó en luchadores como el Matemático, el Hombre Bala y Súper Astro. Incluso, sería imposible entender los vuelos acrobáticos del Volador, Rey Mysterio Jr., el Místico y más recientemente, de Aero Star sin los precursores esfuerzos del Santo.
El luchador nacido en Tulancingo, Hidalgo, fue un hombre brioso que conoció perfectamente su arte. Dentro del enlonado ─que a veces se revestía de sanatorio del terror─ peleó ─o hizo pareja─ con luchadores camuflados de cirujanos atroces: el Medico Asesino, el Enfermero, el Dr. Wagner y el Ángel Blanco.
El Santo ─que en todo momento fue un defensor de la lucha fina y elevada a su máxima expresión─ un día, en una charla con Dorrel “Dory” Dixon, registrada en la vieja y emblemática revista Box y lucha, le confió a su amigo que se negaba a emparejarse con los luchadores “vestidos de payaso, los equilibristas, los forzudos, los hombres bala, los trapecistas” y otros “esperpentos circenses”. Y agregó, desalentado: “esa cosa, de ninguna forma, es lucha libre”.
No obstante, a principios de la década de los ochenta, la técnica luchística —que hasta entonces implicaba un combate a ras de lona y donde salían a relucir los más depurados recursos olímpicos y grecorromanos— aburrió al público mexicano, que comenzó a exigir peleas más feroces y sangrientas, más acordes con su espíritu arrabalero. Poco a poco, el llaveo, el contrallaveo y los tirabuzones tuvieron que ser sustituidos por sillazos en la espalda, botellazos en la cabeza y brutales mordeduras en la frente. El púbico comenzaba a ser más indócil y exigir más rudezas: “¡Ficha, ficha, ficha!”, le pidió la muchedumbre cierta tarde, en el Toreo de Cuatro Caminos, al rudísimo Baby Face en una lucha estelar contra el Santo. Y cuando el “Enmascarado de plata” cayó, con la máscara rota y ensangrentada, le gritaron: “¡Levántate, levántate! ¡Cabrón huevón, por eso estás panzón!”
Santo, al principio, fue renuente a este tipo de contiendas. Sin embargo, ya casi al final de su carrera —y sin poder evadirse a las exigencias del nuevo público─ aceptó participar en encarnizadas batallas “súper libre”, que implicaban una completa relajación de las reglas luchísticas, ya de por sí bastante desahogadas. Lamentablemente, las peleas fueron tornándose cada vez más encarnizadas. Canek, Fishman, Sangre Chicana, el Perro Aguayo, “Los Misioneros de la Muerte” ─El Signo, El Texano y el Negro Navarro─ eran jóvenes rivales deseosos de sobresalir, y la mejor forma de ganar cartel era vencer ─y humillar─ a una figura como el “Enmascarado de plata”.
Desde la catedral de la lucha libre, la Arena México, hasta las arenas pequeñas, como El Cortijo y la Apatlaco, el Santo jamás perdía el porte y salía ondeando su capa plateada con ribetes azules, entre la rendida admiración del público. Pronto, su heroísmo de ficción y su fama internacional le obsequiaron el status de leyenda. Ya famoso ─y para acentuar su propia fábula─, tuvo que salir a dar muchas entrevistas, cansinas y repetitivas, sobre su obra y vida dentro ─y fuera─ del pancracio. En programas televisivos y radiofónicos, debatió apasionadamente sobre la importancia de la lucha libre y, cierta noche en una plática con el conductor Nino Canún, aceptó que el deporte que practicaba sí tenía mucho de “circo, maroma y teatro”.
Muchos quisieron conocer su rostro, pero no pudieron. Hubo varios reporteros sensacionalistas que, exhibiendo todos los recursos de un paparazzi, buscaron fotografiar la fisionomía que se ocultaba debajo de la capucha del ídolo hidalguense. No obstante, en cada ocasión, se toparon con un muro impenetrable. Para resguardar su identidad, el Santo nunca se quitaba la máscara. Ni siquiera para entrenar. Cuenta Armando Gaitán, “El mucha crema” ─durante muchos años presentador estelar de la Arena México, y apodado así por sus barrocas y dramatizadas descripciones de los luchadores─ que el Santo era “el único luchador que se presentaba a los entrenamientos sin despojarse de la tapa”. Aficionados y morbosos, tuvieron que esperar más de cuatro décadas para conocer los rasgos de Rodolfo Guzmán Huerta. En enero de 1984, en un gesto inopinado que incluso su enemigo Blue Demon calificó de “error”, el Santo se alzó rápidamente la máscara hasta los ojos en el programa Contrapunto, conducido por Jacobo Zabludovsky.
Como sucede con ciertos fenómenos religiosos, al ver al Santo, la gente creía y no creí al mismo tiempo. Y de pronto, verdad o no, lo tenían cayéndoles encima desde la tercera cuerda. Mensajero del más allá, ángel de lo sobrenatural o, efectivamente, “un Santo de fulgores plateados” ─como lo describía doña Virginia Aguilera, la fanática y decana más simbólica de la lucha libre─ aún no hay palabras para explicar o asimilar el enorme influjo que continúa teniendo este personaje entre los aficionados al pancracio.
A más de cien años de su nacimiento, es posible decir que el Santo fue —continúa siendo— un mito. Y el mito ─ya nos lo ha enseñado la sociología─ es una forma de verdad irrefutable que no necesita demostración. Un héroe como el “Enmascarado de plata” es, a un mismo tiempo, creado y creador, producto y productor, reflejo y reflejante, punto de llegada y punto de partida: padece la historia y a la vez la elige. Desde hace más de Santo es, parafraseando a Stendhal, comediante y mártir de su propia epopeya.