Ramón Gómez de la Serna fue un vanguardista que siempre escrutó ─y practicó─ nuevas formas expresivas. No se conformó con seguir los paradigmas establecidos y, profundizando en su búsqueda, muy pronto encontró ─o mejor aún: inventó─ el estilo que lo haría universalmente famoso: la greguería. “¡Cuántos matices a diestra y siniestra hay en ella!”, exclamó, cinco años antes de suicidarse, su amigo el médico y escritor Felipe Trigo.
Y es que el “señorito Ramón” ─como le describió cariñosamente Francisco Umbral, acaso uno de sus principales émulos─ supo conciliar en una misma composición la riqueza doctoral con la locución desenfadada. Lo cierto es que Ramón no inventa el término. La dichosa palabra ─nos reveló el cronista Luis Carandell─ ya la habían ocupado antes Galdós y Baroja “como sinónimo de algarabía”. Pero lo que sí hizo el autor de Automoribundia fue confeccionarla ─y apropiársela─ con tal denuedo y singularidad que, más tarde, quienes intentaron seguirlo, simplemente, terminaron imitándolo.
Dicen algunos estudiosos, arrebolados, que la versatilidad de Gómez de la Serna ─a la que jamás renunció─ hace que su obra sea una de las más difíciles de examinar. No es así.
A los académicos, en todo caso, les desconcierta que “Ramoncito” ─como le llama despectivamente el crítico Guillermo de Torre─ utilizara neologismos que no provenían de palabras eruditas ─y tampoco se encontraban en ninguna lengua viva ni muerta─, sino que los empleara obedeciendo únicamente a sus propias, y caprichosas, necesidades onomatopéyicas. Deseoso de encontrar un estilo que lo distinguiera, usaba aumentativos a voluntad y deformaciones a granel. Con todo el histrionismo y desparpajo de un actor cómico ─hay días en que Ramón se viste de torero y épocas en que aparece disfrazado de Napoleón─, inventa palabras y, arrellanado sobre el lomo de un elefante, se dedicaba a pisotear y estrujar el lenguaje.
Incapaces de explicarlo ─y menos de entenderlo─, sus aturdidos intérpretes concluyeron por señalar que su estilo era, simple y llanamente, una nueva forma de hacer literatura. Y es justo cuando surge el término “ramonismo”, que de acuerdo con Paco Umbral, es “un entreverado de surrealismo, vanguardismo, lirismo y humorismo”. Más no alcanzan a decir.
El poeta Pedro Salinas, en su célebre artículo “Escorzo de Ramón” fue quien definió al madrileño como un modo de escribir, una fuerza de creación lingüística excepcional”. Las Greguerías ─que originalmente aparecieron publicadas en la revista Prometeo y, posteriormente, terminaron conformando un libro─ contienen ocurrencias líricas, salidas graciosas, pensamientos hondos, reflexiones sobre el arte, la literatura, la vida y la muerte. Sin en el soporte ─ni el sopor─ dogmático de los proverbios, se trata de máximas escritas con aliento poético. Es pedacería lírica que no duda en esgrimir a su antojo hipérboles, metonimias y epítetos. O tal vez se trata de “una síntesis poética quizá sin la emoción de la poesía”, como sugirió alguna vez Andrés Trapiello.
Ramón ─que “estudió abogacía por estudiar algo”─ se planteaba preguntas tácitas y, acto seguido, se las respondía con humor, inteligencia y profundidad: ¿Un texto podría salvarnos del ahogo? ¡Claro!, se apura a responder Gómez de la Serna, porque “El libro es el salvavidas de la soledad”. ¿Por qué nos acongojan los aguaceros? ¡Sencillo!, nos expresa el gran ingenioso: “La lluvia es triste porque nos recuerda cuando fuimos peces”.
Es posible que, aun sin saberlo, muchos de los aforistas contemporáneos ─e incluso los tuiteros más avispados─ le deban mucho de su laconismo ─y de su agilidad expresiva─ a los esfuerzos pioneros de Ramón.
En 1917 ─justo hace cien años─ el prolífico escritor madrileño publicó tres obras esenciales de su extensa bibliografía: El circo, La viuda blanca y negra, Senos y Greguerías. En estos libros, que ya desde temprano refuerzan los pilares de su fama, podemos encontrar, concentrados e intachablemente refinados, los temas y los ingredientes de todo lo que será su obra venidera.
Ramón escribía profusamente, como si en ello le fuese la propia vida. Rodeado de un cosmos atiborrado de fulgurantes objetos ─cuadros, estatuillas, fotografías, relojes de cuerda y cientos de piezas disparatadas─ se sentaba a escribir en mesas distintas, ante la mirada impávida de su muñeca de cera. Y aunque empeñaba más de trece horas al día en su quehacer literario, aun así se concedía tiempo para salir a correr juergas “con señoritas del verano perdidas en el invierno, y en el verano, por el contrario, con señoritas del invierno perdidas en el verano”, como él mismo escribió.
Pocos autores del siglo XX ─acaso Mishima, Rushdie o nuestro incalculable Monsiváis─ escribieron con tanta elocuencia y fecundidad como Ramón. Exceptuando la poesía ─género que nunca practicó, al menos formalmente─ su producción resulta inabarcable: ensayos, novelas, cuentos, proclamas, manifiestos, piezas de teatro, retratos biográficos y, especialmente, autobiografías. Sus temas fueron variadísimos: el circo, el toreo, los millonarios, la vida, la muerte, etcétera. Y, aunque invertía buena parte de su tiempo leyendo “los periódicos en el hall de los hoteles”, todavía encontró un momento para ensalzar o ironizar sus contemporáneos: “¡Lo que ha paseado Baroja por París con zapatillas!”; “Juan Ramón ya no sabe lo que quiere, y parece que espera camellos cargados de sorpresas”; “Antonio Machado quería hablar poco de sí mismo y por eso inventó ese ente llamado Juan de Mairena, al que le ha colgado todas sus anécdotas y pensamientos”.
Pese a que Ramón fue esencialmente un autor satírico, no practicó un humorismo envenenado. En realidad, su sarcasmo tuvo más dosis de ingenio que de escarnio. Se comprende. Para el autor de Morbideces el arte “no puede ser castigo, venganza, represalia”. Bien visto, en todas sus composiciones hay una visión optimista y entrañable del mundo. Uno de sus lemas, según nos cuenta él mismo en Nuevas páginas de mi vida, era: “vale más tener el corazón alegre que la vida feliz, pues un corazón alegre lo suple todo”. Quizá por eso tenía ─y sigue conservando─ la apreciación, casi unánime, de artistas y literatos.
Aunque careció de enemigos declarados, Ramón no logró salvarse de los embates ni de las ironías de sus coetáneos. León Felipe llegó a decir que era un “clown” y Rafael Cansinos Assens, además de asegurar que “la greguería es el reactivo más violento contra todo preparado literario”, opinó que la prosa de Ramón era, a lo más, “una divagación sobre lo cotidiano cargada de imágenes”.
El 12 de enero de 1963 Ramón murió en Buenos Aires, y once días después sus restos mortales llegaron a Madrid. El día del sepelio “hubo un gran aplauso y una fuerte chillería cuando lo vieron llegar”, tal y como sucedió cuando la multitud vio a Gustavo el Incongruente, en la novela que lleva el mismo nombre. Incluso, para laurear el sepelio, en la capilla ardiente, Agustín Lara, nuestro Flaco de oro, dirigió la banda municipal que, una vez más, entonó el chotis de Madrid, como el día en que, intentando recuperar el amor de María Félix, decidió tocar exactamente esa misma pieza con algunas modificaciones. Pero, ¿no había sido aquello un gesto mordaz e irónico?, opinaron algunos señores, ceñudos. Quién podría saberlo. De cualquier forma, para el sardónico Ramón “los momentos de supremo humorismo han sido al borde de la tumba. Y no hay nada que los supere”.