Kenzaburō Ōe: el padre egoísta - Paralelo24 Skip to main content

Quienes se han ocupado de entrevistar ─pero no de leer con atención─ a Kenzaburō Ōe dan por sentado que, al enterarse de la enfermedad de su hijo primogénito, el escritor japonés y su esposa decidieron dar la batalla y, a fuerza de mimos, cariños y atenciones adecuadas, sacarlo adelante. Al menos eso es lo que ha repetido, una y otra vez, en charlas y conferencias el autor de la novela El grito silencioso. Es una bonita historia, sin duda. Y muy conmovedora. Incluso algún reseñista despistado se la creyó completita y, en las páginas del periódico El país, escribió en 1997: “Kenzaburō Ōe es un escritor que se distingue por… su alto grado de compromiso con los valores morales universales”. Y es posible que lo sea, en la actualidad. Cualesquiera que sean, por cierto, esos valores universales. Pero no siempre fue así.

Antes de sentirse orgulloso de los avances y la pequeña notoriedad que obtuvo su hijo, el compositor autista Hikari Ōe, Kenzaburō rechazó ─e incluso abominó─ a su hijo.

En 1963 nació el primer hijo del novelista Kenzaburō Ōe. Infelizmente, las noticias no fueron halagadoras: los médicos informaron a sus padres que el bebé sufría una gravísima deformación cerebral. Les comunicaron, además, que el niño padecía discapacidad visual, retraso en el desarrollo motriz, epilepsia y, si acaso lograba sobrevivir fuera del hospital, crecería con una coordinación física extremadamente limitada. Lo mejor sería dejarlo morir, les aconsejaron varios especialistas.

Aunque los padres no aceptaron la sugerencia, una mezcla de dolor y frustración impidieron que Kenzaburō y Yukari, su esposa, aceptaran plenamente a su primogénito. No era precisamente el niño que habían soñado, explicará dos décadas más tarde el escritor japonés en una emotiva entrevista concedida a The New York Times.

Durante los primeros meses de vida, la pareja no conseguía adaptarse. El bebé lloraba, se desesperaba y regurgitaba. Llegado un punto, sus padres estaban desesperados, tenían los nervios crispados y discutían todo el tiempo. Principalmente Kenzaburō. La presencia del niño verdaderamente lo impacientaba. Una tarde le confió a su mejor amigo, Juzo Itami, que había recibido el nacimiento de aquel niño como “una burla del destino”. Las noches le parecían tortuosas. Dormía muy poco, casi nada. En realidad, pasaba más tiempo acostado con los brazos y las piernas retorcidos, en la actitud de quien no deseaba saber de sí, ni acordarse de la situación que padecía. A veces se emborrachaba con whisky, y lloraba amargamente.

            ¿Cómo no sentir que su mundo se desmoronaba?, llegó a preguntarse. “¿Qué tendría que hacer exactamente con un hijo enfermo?”, se pregunta Ōe en la segunda parte ─titulada

“Trama”─ de Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura.

Kenzaburō, a diferencia de su vástago, había sido un niño fibroso y arrebatado: en la escuela incluso solía liarse a golpes con muchachitos mayores, y muy agresivos, que llegaban del arrabal. Y no se trataba de peleítas que sólo implicaran pellizcos y empujones. Eran auténticas riñas feroces y peligrosas. De hecho, en una ocasión, al fragor de la pelea, Kenzaburō fue mordido por una serpiente que salió de las lindes del bosque. Lo cuenta, supliendo algunos detalles, en Arrancad las semillas, fusilad a los niños.

Pese a todo, el escritor trató de hacer su vida normalmente. Pero no podía. Sencillamente, no toleraba la existencia de aquel niño. Sin embargo, no conseguía decirlo abiertamente. Hacerlo le generaría un problema ─otro─ con su esposa. Y tampoco quería eso. Como él veía las cosas, ya tenía demasiadas contrariedades. Pero ¿entonces? ¿Cómo desahogarse sin caer en el melodrama y sin ser reprobado por su mujer? La única forma ─la más conocida─ era a través de la literatura. Sí, eso haría: trataría de aliviar todo aquel dolor escribiendo en clave de ficción.

En principio, no podría llamar a Hikari por su nombre. Pero eso no representaba ningún problema para un escritor. En cierto sentido, a eso se dedican: a buscarle apodos a las personas para que, posteriormente, no haya reclamos. Son, si cabe decirlo, especialistas en alusiones. Entre los muchos alias que Kenzaburō usará para referirse a su hijo se impondrá el de Eeyore.

En 1963, cuando nace Hikari ─alias Eeyore─, la carrera de Kenzaburō apenas va despegando. Hasta ese momento, sólo ha escrito un par de novelas breves: La presa y Arrancad las semillas, fusilad a los niños, libros breves y de estructura plomiza en los que se dedica a recapitular exiguamente su infancia. El primer libro, pese a todo, le granjea cierto éxito y algunos elogios. El más importante, sin duda, es el de Mishima: “la cima de la literatura japonesa actual hay que buscarla en Kenzaburō Ōe.

No obstante, a partir del nacimiento de Hikari las cosas cambian mucho. Incluso ha pensado en dejar de escribir. Pero no puede evitarlo, “está en su naturaleza”. Es más: comienza a escribir con más ahínco, casi sin descanso. Apenas duerme. Por alguna razón, cuando está acostado, la viscosa “anémona del sueño” se niega a abrazarlo.

Un año después del nacimiento de su hijo, Kenzaburō publicó Una cuestión personal, un libro desgarrador y catártico donde, entre otras frustraciones, aprovechó para sacar todos aquellos fastidios que su hijo le despertaba. En menos de doscientas páginas, el escritor japonés, a través de Bird ─personaje principal de su novela─ desfogó todo un arsenal de culpas, antipatías y malquerencias en contra de su primogénito: “Kafka, ya sabe, le escribió a su padre que lo único que puede ser un padre por su hijo es a cogerlo con satisfacción cuando llega. Usted, en cambio, parece rechazarlo. ¿Puede excusarse el egoísmo que rechaza a otro ser, basándose en un derecho de padre?”

Pese a que el libro era liberador, la pena del escritor no aminoró. Continuaba viviendo distraídamente y, debido a ello, cometía pequeñas infracciones. Un día, al pasarse un semáforo en rojo, lo detuvo un policía. Mientras el agente revisaba sus papeles, Kenzaburō estalló en llanto y, sin que viniera a cuento, le gritó que tenía un hijo retrasado mental. Durante mucho tiempo, el autor vivió persuadido de que, en lo venidero, vivirá atado irremediablemente a “aquel engendro”. Y así sería.

Y eso, más que alegrarlo, como escribiría años después en Las aguas han invadido mi alma, lo hizo sentir infinitamente desgraciado. Kenzaburō no dejaba de pensar que el maldito destino se había ensañado con él. No sólo renegaba de Hikari, también lo culpaba de sus aprensiones carnales: “No quiero tocar a mi mujer porque temo procrear otro hijo deforme”. De Una cuestión personal a ¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era!, la trama de sus novelas ─que rozan peligrosamente el desahogo─ son punzantes, virulentas y, pese a todo, brutalmente emotivas. Pese al raudal de confesiones que impregnan su obra, el asunto seguía escarneciéndolo y no podía detener sus invectivas: “soy el padre de un monstruo”. Y siente que ya no puede contenerse. Como Bird, el personaje principal de Una cuestión personal, el novelista afirma que ya no puede escapar “del miserable que lleva dentro”.

A Kenzaburō le resultaba extremadamente difícil sentarse a cenar con su hijo. Le incomodaba tener que observar aquel ritual que, básicamente, consistía en “llenarse la boca de una vez con todo lo que tenía en el plato y tragárselo”. Era tanta su angustia y su tormento que, más de una vez, pensó en morir por mano propia. En ¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era! él mismo confesó que ─debido a los cuadros depresivos que padecía y aprovechando que era un gran admirador de la obra del patriota Yoshida Shōin─ se había hecho el propósito de suicidarse un 25 de noviembre, aniversario de la muerte del estratega militar. Pero jamás lo cumplirá. Prefirió quejarse a través de la literatura: “¿Qué significaría para nosotros, mi esposa y yo, para el resto de nuestras vidas prisioneros de un ser casi vegetal, de un bebé monstruoso?”

Padece cada minuto que pasa con Hikari. Le cuesta mucho trabajo tomarlo entre sus brazos, porque el color de la cara y la piel del niño tenían el poder de traerle “sus peores recuerdos”. Cuando está solo con el niño, Kenzaburō ve al reloj como un enemigo que, al darse la vuelta, le clava la mirada en la espalda y, al caminar, lo espera para tenderle una emboscada. Más que escribir, lee profusamente. Es un buen lenitivo que, hasta cierto punto, le permite huir de la realidad y refugiarse en un mundo de ilusiones. Y, una vez instalado en ese infinito de divagaciones, deja que sus pensamientos vaguen libres. Y justo en uno de esos viajes erráticos es donde, finalmente, se topará con la resolución que habrá de acercarlo a su hijo: “Si quiero enfrentar mi responsabilidad, sólo tengo dos caminos: o lo estrangulo con mis propias manos o lo acepto y lo crío”. Y, como suele ocurrir en los finales melodramáticos, decidió quedárselo.

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