Al asomar en la vida y obra de los grandes luchadores sociales de México, es difícil encontrar una presencia tan tenaz e intemperante como la de Ricardo Flores Magón, en la rebeldía, en la protesta y en la confrontación. Pocos han sabido interpretar a este hombre con trazas de gigante, que avanza despacio, con una figura desgarbada y extraña, haciendo gestos amplios y elocuentes. ¿Por qué infunde ese respeto?
A pesar de haber pasado buena parte de su vida recluido en diferentes cárceles de México y Estados Unidos, y pese a que sus textos más influyentes se publicaron cuando se encontraba en el presidio, la bigotuda y atlántica imagen de Cipriano Ricardo Gerónimo Flores Magón logró dominar la segunda mitad del siglo XIX, el siglo de los Madero, de los Villa, de los Zapata.
Infelizmente, durante muchos sexenios, la historia oficial, pagándole a sus historiadores bufonescos, quiso absorber y reducir caricaturescamente la figura de Ricardo Flores Magón. Debido a ello, hoy resulta un lugar común leer descripciones de opereta sobre un hombre que, de acuerdo con esas versiones burlescas y reduccionistas, fue un “precursor de la revolución”, un “dirigente antiporfirista” y, como mucho, un “inspirador de las huelgas de Cananea y Río Blanco”.
Pero Ricardo Flores Magón (1873-1922) fue mucho más que un preconizador de revueltas y sediciones. El activista oaxaqueño, más allá de ser un insurrecto, fue un intelectual que encabezó rebeliones que lograron reunir a su alrededor a varios de los mejores espíritus de su tiempo, hablándoles, poco más o menos, como un maestro de escuela departiendo con sus alumnos: dictándoles duras enseñanzas y regañándolos cuando veía que se distraían y no atendían la lección. Al impartir sus adiestramientos, no pocas veces reprendió al respetable profesor Librado Rivera y al honorable Juan Sarabia, quien, en su momento, fue nada más ni nada menos que director de los periódicos El Porvenir y El Hijo del Ahuizote. Incluso, hubo un tiempo en que un hombre rebelde y satírico como José Guadalupe Posada se sentó a la vera de ese pensador miope y rubicundo.
Por supuesto que aquel sujeto de pelambrera rizada y enormes bigotes atusados fue un crítico tenaz e intemperante del porfiriato. Eso es un hecho inobjetable. Pero sería una mentira del tamaño de una casa insistir en que Ricardo, como dicen algunos biógrafos distraídos, fue el encargado de abrirle las puertas al maderismo. No es así. De hecho, cuando la mayoría de sus compañeros de lucha dejaron de protestar, el fundador del periódico Regeneración continuó protestando y siguió haciéndolo hasta convertirse en el gran fustigador de antiporfiristas, antimaderistas y antihuertistas.
Cuando este hombre corpulento y sin gracia, con algo del contoneo majestuoso de los grandes navíos, aparecía en Junta Organizadora del Partido Liberal Mexicano, que tenía sedes itinerantes, su presencia parecía llenar todo el auditorio. Su mirada era más o menos melancólica, su rostro rudo y despojado de hermosura, aunque no carente de una cierta nobleza debido a la seriedad de la expresión. Ricardo era poco afecto a las bromas y, por ello, en sus discursos imperaba una agresividad de cascarrabias. Pese a su aspecto de energúmeno macilento, sus palabras cautivaban y, mejor aún, embelesaban. Uno de los personajes que cedieron ante el influjo de sus frases rotundas y catedralicias, que parecían desprender cierto tufo aforístico cuando salían debajo de su enorme bigotazo, fue su hermano menor Enrique Flores Magón, quien lo siguió en todas sus aventuras, ora revolucionarias, ora anarcosindicalistas, ora antimaderistas.
Las palabras de Ricardo obraron sobre Enrique como los gestos de un mago. Frases elocuentes y abracadabrantes como “El derecho de rebelión es sagrado” o “El insulto, el presidio y la amenaza de muerte no pueden impedir que el utopista sueñe” calaron hondo en el ánimo núbil del menor de los Flores Magón, cuya alma admiradora y obsecuente, se rindió ante los flamígeros preceptos de Ricardo.
Tan grande fue la devoción con la que Enrique siguió al anarcosocialista que se esmeró en parecer idéntico a su hermano mayor. El menor de los Flores Magón, empeñado en ser una suerte de mellizo de Ricardo, no sólo imitó sus ideas, sino también su corte de cabello y su mostacho. Incluso procuraba vestirse de manera abúlica y displicente, tal como lo hacía el pensador antiporfirista. En determinado momento, los dos hermanos se expresaban con gestos amplios y elocuentes, además de que parecían embargados por los grandes temas, las grandes frases y los grandes episodios. Acaso la (gran) diferencia era que uno era corpulento y el otro descarnado. Uno era ciclópeo y el otro retaco. Y era natural: Ricardo era el original y Enrique la copia. Otra cosa en que Enrique lo imitó fue en los odios, en las antipatías y los rencores. Tocado un punto, ambos personajes, como si fueran uno solo, detestaban a Porfirio Díaz. Más tarde, los dos sintieron aversión por Francisco Villa. Y lo más interesante: estos discutidores, que vivían en perpetua discusión, terminaron por mandar al cuerno todo lo que oliera a tiranía.
Y como eran tan parecidos, hubo otra cosa en la que, desde luego, coincidieron: en el enorme recelo que ambos desarrollaron contra Francisco I. Madero. Como la mayoría de los luchadores sociales, Ricardo y Enrique querían seguir haciendo lo suyo: derrocar a los dictadores, controvertir contra los enemigos de la razón y habérselas contra los opresores de la libertad. Desde luego, hubo un tiempo en que estuvieron cerca del maderismo, sobre todo el mayor de los hermanos: Jesús. Pero a la hora en que Madero pretendió ascender al poder se indignaron y no se conformaron con ser testigos castizos de ese gran pleito entre maderistas, huertistas, liberales, dictatoriales, anarquistas y revolucionarios de toda laya. Y como toda revolución, como bien se sabe, no acaba nunca y siempre tiene incidencias, interrupciones, reclamaciones y ultimas instancias para legitimarse en todas partes, Ricardo y Enrique decidieron seguir participando.
Para nadie es un secreto que, durante algunos años, Madero y Ricardo fueron compañeros de ruta en la oposición a la dictadura de Porfirio Díaz, pero la evolución del Partido Liberal Mexicano hacia el anarquismo socialista terminó por distanciar a ambos personajes, hasta su ruptura definitiva. De hecho, fue justo en esa época cuando Flores Magón acuñó aquella frase de que “un anarquista no tiene ídolos”.
Pese a todo, hay un buen número de historiadores pacatos y conservadores que siguen insistiendo, empecinados, en que Ricardo fue uno de los amigos más entrañable que tuvo Madero. Pero no fue así. Su relación, en todo caso, siempre fue afectuosa. Pero esa adhesión, que puede ser comprobada a través de las numerosas cartas que ambos se escribieron, aunque fue respetuosa (se llamaban mutuamente “amigo” y correligionario”) nunca fue tersa ni armoniosa, como aseguran ciertos facilistas. Y se comprende porque la amistad jamás ha estado basada en la afectividad y empatía, sino también en la incomprensión y los mutuos rechazos, como el amor. Y así fue precisamente la amistad que hubo entre el periodista oaxaqueño y el político coahuilense; sus relaciones interpersonales siempre estuvieron atravesada por las polémicas, los desencuentros y, finalmente, la ruptura.
Curiosamente, poco se habla del episodio que terminó con la ruptura entre Ricardo y Madero. El hecho ocurrió exactamente el 11 de febrero de 1911. Y fue Francisco Ignacio Madero, quien después de haber permanecido distante de Ricardo, decidió buscarlo. Pero el contacto no fue directo, sino a través de su hermano Jesús Flores Magón y Juan Sarabia, quienes, en ese momento, ya se habían deslindado de la Junta Anarquista de Los Ángeles para apoyar a Madero.
En ese momento, Ricardo tenía una opinión completamente adversa y muy acabada sobre Madero. Quien años más tarde sería llamado el “Apóstol de la democracia” le parecía a Flores Magón un tipo emperifollado, una suerte de fifí, que había estudiado en Francia (de hecho, cursó la preparatoria en el Lycée Hoche de Versalles, así como estudios de peritaje mercantil en la École des hautes études commerciales de París y, finalmente, en la Universidad de California en Berkeley). Y como Madero sabía la opinión de Ricardo, optó por enviar al mayor de los hermanos Flores Magón para asegurar que, cuando menos, el fundador de Regeneración escucharía su propuesta. El encargado de describir el encuentro fue Enrique Flores Magón, quien describió el encuentro con desdén y una prosa desmañada: “[Madero] sabía muy bien que habíamos sido nosotros quienes, a través de largos años llenos de persecuciones, habíamos trabajado pacientemente para encender y mantener la llama que ahora se había convertido en Revolución”. Y sin disimular el desdén que sentía contra Francisco, el menor de los hermanos Magón agregó: “Poco sabía de la psicología de nuestro pueblo. Rico hacendado, el contacto que tenía con ellos era superficial. Su desesperada hambre de tierra era una cantidad que desconocía en sus cálculos. Consciente de que los jefes del Partido Liberal teníamos lo que a él le faltaba -la inquebrantable confianza del hombre de la calle-, nos buscó”.
Esa tarde del 11 de febrero de 1911, al ver a Juan Sarabia, Ricardo, desde lo más profundo de sus bigotes, exclamó: “¡Ya ha llovido desde 1906!”, al tiempo que abrazaba enérgicamente al periodista potosino. Y es que en 1906 había sido precisamente cuando en uno de los alzamientos abortivos, Sarabia había sido aprehendido y encarcelado en las húmedas y salitrosas mazmorras de San Juan de Ulúa. Al ver el rostro demacrado y las cuencas de los ojos hundidos de Sarabia, Ricardo le dijo: “Te tocó en suerte el infierno, querido cuate. ¿Cuándo saliste?”. La respuesta del hombre que fuera secretario general del Club Liberal “Ponciano Arriaga”, fue acompañada de una sonrisa triste: “El mes pasado, tuve suerte”, dijo. Y con voz entrecortada, Sarabia añadió: “Salí. Salieron menos de trescientos del Partido Liberal. Otros seiscientos murieron miserablemente y fueron arrojados a los tiburones en el puerto de Veracruz”. Y así, mientras Juan contaba aquellas horrendas experiencias, Jesús fue deslizando la propuesta que Madero les había encargado. El ofrecimiento dejó perplejos a Ricardo y Enrique: Madero le ofrecía a Ricardo Flores Magón la vicepresidencia de México. La “Convención Antirreeleccionista” de la Ciudad de México había escogido para ese puesto al tamaulipeco Emilio Vázquez Gómez. Al hacer esa propuesta, Madero quería pasarse pasaba por alto a la “Convención”. Para Enrique Flores Magón también había un ofrecimiento: el puesto de secretario de Gobernación. Contra todo pronóstico, Ricardo movió su enorme cabeza y, disgustado, vociferó: “El señor Madero pide lo imposible”. Y, desde el fondo de sus anteojos, lanzó una mirada inquisitiva y rugió: “Mi aceptación implicaría el consentimiento de su débil y vacilante política que traiciona la confianza del pueblo”. Y, no conforme con ese argumento, gritó enfadado: “Juan y tú también, Jesús, saben que no tenemos sed de poder. Si creen que nos pueden comprar a expensas de la sangre del pueblo, se equivocan totalmente”. Durante el álgido intercambio, Ricardo les propuso que Madero, Francisco Villa, Pascual Orozco, Emiliano Zapata, Enrique Flores Magón y él mismo constituyeran una Junta Revolucionaria que gobernara a México hasta que terminara la Revolución. El objetivo de Ricardo era que el pueblo eligiera libremente al gobierno. Y con una condición adicional: que nadie de la Junta pudiera ser candidato presidencial hasta que hubiesen transcurrido los dos primeros términos presidenciales. La propuesta no era, en absoluto, descabellada, puesto que intentaba evitar la posibilidad de que se estableciera una dictadura del tipo de Porfirio Díaz. Villa y Zapata comprendían lo que Ricardo quería y estaban perfectamente de acuerdo con ello. Pero, llegado el momento de las definiciones, ni Orozco ni Madero accedieron. Y lo único que ocurrió fue que Ricardo Flores Magón dejó ir la posibilidad de ser vicepresidente de México y, por otro lado, que los zapatistas y los villistas se volvieran contra Madero.
El 25 de febrero de 1913, dos días después del asesinato de Madero, Enrique, que en ese instante era un joven enlutado, pálido y de mirar melancólico, se tocó el desaliñado cuello de su camisa y dijo a Ricardo: “¿Fuimos injustos al considerar a Madero un incompetente? ¡Qué desgracia para todos nosotros y para México que Madero rechazara nuestro plan!”, ante lo que el líder anarquista guardó un silencio sepulcral. La respuesta llegó diez años más tarde, en noviembre de 1923, cuando Enrique Flores Magón, un año después de la muerte de su hermano, apuntó en sus memorias: “Si Madero hubiera aceptado nuestra propuesta, ni Madero ni Zapata, ni Villa habrían muerto en manos asesinas. Y Ricardo y yo habríamos logrado lo que ansiaban nuestros corazones: pan y libertad para el pueblo”.
Hoy, en el centenario luctuoso de Ricardo Flores Magón, el Presidente López Obrador le rindió un homenaje en Palacio Nacional: