La obra de Jean Le Rond D’Alembert, el filósofo, el ilustrado y el sonámbulo, se paseó alegre y desenfadadamente entre las ciencias y las humanidades, la filosofía y la literatura, el radicalismo ideológico y el conformismo político, el trabajo solitario en el gabinete y la envanecida vida social en los salones literarios de París.
El celebérrimo filósofo de la Ilustración francesa ⎼que hasta los 47 años se quedó a vivir en casa de su madre adoptiva: Madame Rousseau⎼ se negó a ser un apóstata declarado como el viejo Voltaire y elaboró una crítica a la religión que estuvo atestada de metáforas, juicios velados y afirmaciones enrevesadas para que su escepticismo no hiciera enojar a las severas audiencias del llamado Siglo de las luces: “Creo que la espiritualidad del alma y la existencia de Dios son verdades lo bastante claras como para no exigir pruebas muy cortas”, le dijo en una carta a Federico II de Prusia.
En la actualidad, muchos de sus develamientos en el campo de las matemáticas, la física y la astronomía, siguen conservado cierta respetabilidad científica. De hecho, sus técnicas para resolver ecuaciones diferenciales y sus criterios para determinar la convergencia o divergencia de una serie de términos positivos continúan teniendo vigencia en el campo del análisis matemático.
La importancia de sus aportaciones sobre temas políticos y filosóficos, en cambio, son valorados de un modo menos laudatorio. A decir verdad, muchas de sus prescripciones envejecieron. A la distancia, casi todas sus explicaciones nos resultan, cuando no aburridas, alambicadas porque, las más veces, tiende identificar ⎼y confundir⎼ partes esenciales de la física con las matemáticas. Es natural: no hay que olvidar que sus primeros maestros fueron tipos como John Locke, Gottfried Leibniz y Baruch Spinoza, y que su formación en ciencias exactas la abrevó directamente de las obras de los malebranchianos que introdujeron, usando la fuerza del calzador teológico, el cálculo infinitesimal en la gregaria Francia del siglo XVI. De ahí que algunos conserven todavía la duda sobre si realmente D’Alembert fue un newtoniano, un empirista o un escéptico.
Jean le Rond D’Alembert (1717−1783) fue un hombre de estatura media, casi bajo, siempre flaco. En un principio firmó sus escritos como Daramberg, pero el mote no pegó y tuvo que utilizar el alias que más aborrecía en la vida: Le Rond d’Alembert, que fue el nombre de la iglesia donde fue abandonado por su madre: Claudine Guérin de Tencin, una salonista literaria con fama de cortesana pública, quien había sostenido unos apócrifos amoríos con el pícaro y mujeriego Louis-Camus Destouches, teniente general de artillería en el Ejército Real, nada más ni nada menos que durante el reinado de Luis XIV, “el Rey Sol”.
Al principio, el niño ingresó en el orfanato del templo, pero Destouches ⎼cuya destreza en la artillería y supuesto arrojo en el campo de batalla lo habían hecho acreedor al grado de Comendador⎼ se las arregló para enviar dinero, de manera subrepticia, a la familia de vidrieros que habían recogido a su pequeño bastardo para costearle los estudios.
Los jansenistas, con quienes el futuro autor de los Elementos de filosofía se educó durante su infancia y adolescencia, se opusieron enérgicamente a su ardor por las matemáticas de la misma manera y por las mismas razones ⎼o sinrazones⎼ con que habían combatido su gusto por la poesía. Los seguidores ⎼más bien devotos⎼ de Jansenio, al ver que el muchacho era demasiado atrabancado e impetuoso, le aconsejaron que mejor dedicara su tiempo a leer libros de devoción que él, por su puesto, recusó porque lo “aburrían mortalmente”.
El mismo D’Alembert, en su Correspondencia, nos cuenta que mientras estuvo inscrito en el Colegio de las Cuatro Naciones ⎼donde las lecciones se centraban en el estudio de los clásicos y la retórica⎼ tuvo que vérselas con un obscuro y mediocre profesor de filosofía, quien, durante dos años, “no hizo otra cosa que tratar de adiestrarlo en matemáticas y física cartesiana”.
Pese a la mediocridad de sus preceptores, además de la poesía y el mecanicismo, las matemáticas fueron la gran pasión de su juventud. Era un estudiante esforzado y, algunos años más tarde, sus hallazgos rindieron frutos y propiciaron que, no sin cierto estrépito abacial, pudiera ingresar en la Academia de Ciencias de Francia e incluso lo admitieran en los círculos literarios e intelectuales más selectos de París. Pese a todo, sus ingresos eran escasos enfrentó penurias económicas. De cuando en cuando, al verlo tan menguado de dinero, sus amigos le ofrecían algún puesto para ayudarlo a sortear aquellos estragos. No obstante, decidido a llevar una vida en armonía con sus exiguos recursos ⎼y deseoso de concederse tiempo para dedicarse de lleno al cultivo de la geometría⎼, al principio, declinó todas las ofertas.
En 1740 se unió a las voces intelectuales que criticaron flamígeramente las normas sociales e intelectuales de la época. Eso le bastó para atraer la atención del filósofo Denis Diderot, quien, primero, lo haría su amigo y, posteriormente, lo invitaría a redactar el artículo preliminar para la Enciclopedia, donde Jean intentó hacer la historia del nacimiento y desarrollo de los conocimientos humanos, así como una exposición de la clasificación de las ciencias, tomando como punto de partida, en lo esencial, los principios materialistas defendidos por Francisco Bacon, pese a que él se obstinó en sostener lo contrario:
“Este discurso consta de dos partes: la primera tiene por objeto la genealogía de las ciencias, y la segunda es la historia filosófica de los progresos del espíritu humano desde el renacimiento de las letras. En esta última parte no hay una palabra que pertenezca al gran hombre del que me acusan copiar”.
En vida, D’Alembert tuvo fama de persona amable, generosa y benevolente. Algunos de sus seguidores, incluso, han llegado a decir que el tipo poseía la dignidad de un sabio laico; hubo otros, más audaces, que incluso llegaron llamarlo “santo laico”, como Comte, quien, por si fuera poco, le encontró méritos suficientes para incluirlo en el calendario de su Catecismo positivista. Pero, aunque sus admiradores lo tienen como un campeón de la tolerancia religiosa, y promotor infatigable de la causa de la justicia y la razón, si revisamos detenidamente su correspondencia, observaremos que muchas de las cartas que D’Alembert escribió supuran odio hacia los clérigos. De hecho, cuando el llamado “padre de las ecuaciones diferenciales” quiso colocarse la toga de juez neutral, especialmente en las querellas que protagonizaron en aquella época los jesuitas contra los jansenistas, no logró mantenerse imparcial y se inclinó hacia los segundos.
A la distancia D’Alembert se nos aparece, en muchos casos, como un racionalista dogmático y prepotente, un filósofo de amplios principios, pero con fundamentos pantanosos, cuyo narcicismo lo llevó a escribir una buena cantidad de parrafadas donde cunde la soberbia: “La posteridad me agradecerá que haya tenido el valor de ser justo, pese a la envidia, a la camarilla, a los pequeños talentos, a sus panegiristas, a sus mecenas”.
Como todo narcisista extraviado en la autocontemplación, D’Alembert consideró que su obra tenía una importancia que la distanciaba del resto de sus contemporáneos. De hecho, al ególatra enciclopedista le gustaba hablar de sí mismo en tercera persona, y en sus Memorias se concede un retrato bastante displicente, donde se describe como un tipo “a la vez muy alegre y muy dado a la melancolía: se abandona incluso a este último sentimiento con una especie de deleite, y esta propensión a afligirse que tiene naturalmente en su alma le vuelve bastante dado escribir cosas tristes y patéticas”.
Ya entrado en años, el viejo D’Alembert se declaró un viejo enamorado (quién sabe si de las mujeres) y, sin mediar afectaciones, solía ponerse cursi y exclamaba, emulando a su ídolo poético Torquato Tasso: “He perdido todo el tiempo que he pasado sin amar”.
Y otras veces, haciendo gala de patetismo, intentaba chantajear al lector con confidencias lacrimosas donde el filósofo de la Ilustración, cediendo al coerción emocional, resulta francamente irreconocible: “El cruel destino que me persigue desde mi nacimiento, este horrible destino que me ha privado hasta del amor de mi madre… ¡Oh naturaleza! ¡Oh, destino! Me someto a este fallo fatal de mi suerte, como una víctima desgraciada e inocente; veo, con Horacio, a la fortuna clavar sus clavos de hierro en mi cabeza infortunada…”.
Pero Jean le Rond D’Alembert, que sin duda fue un sujeto avispado, y en su senectud logró disfrazarse de árbitro recto e imparcial, terminó por conquistar una posición estratégica dentro del mundillo intelectual francés, llegando a ser un hombre temido incluso por el poder político.
Es probable que al avispado matemático, al impostado sabelotodo y al superficial ilustrado que fue D’Alembert le divirtiera saber que, a más de tres siglos de distancia, la crítica, los reproches y las calumnias no han juzgado negativamente su obra.
A decir verdad, resulta sumamente extraño que los escasos críticos filosóficos, concentrados en repetir sistemáticamente las salutaciones y las condenas de repertorio, siguen amonestando a Voltaire (por chistosito) y a Rousseau (por jactancioso), pero casi nadie ha criticado al autor de Tesis sobre calculo integral.
El único personaje que se atrevió a levantar la voz contra D’Alembert fue su amigo Denis Diderot, quien en El sueño de D’Alembert satirizó varias de sus teorías, burlándose en especial de la noción de gérmenes preexistentes, que había defendido con tan pocas luces Jean le Rond, y que se aferraba a la estropeada noción de que las células sexuales contenían todas las generaciones futuras anidadas unas dentro de otras. Pero, fuera de Diderot, que en El sueño… tundió alegremente a su viejo camarada, pintándolo como a un sonámbulo delirante, resulta singular que casi todos los biógrafos y estudiosos de D’Alembert continúen guardado una extraña cautela sobre “el sensualismo inconsecuente” y la “mojigata y velada sátira a la Iglesia, que en realidad podría tomarse como un guiño”, tal como dejó asentado el autor de Jacques el fatalista, acaso el más grande y virulento de sus examigos.
Pero quizá tenía razón el neutral y abracadabrante Jean le Rond D’Alembert cuando apuntó que “la naturaleza humana es un misterio impenetrable al hombre mismo, cuando solamente lo alumbra la luz de la razón”. Y ese misterio abarca, claro, a los impenetrables biógrafos que han escrito sobre los contradictorios personajes de la Ilustración.