Gerardo de la Torre, el escritor, el maestro: el amigo
Gerardo de la Torre, quien murió apenas el 8 de enero, fue un autor que practicó, como bien se sabe, el periodismo, la traducción, el guionismo (en cine, radio, televisión y la historieta. Algunos apuntes biográficos, que se repiten distraídamente aquí y allá en las secciones culturales, agregan que participó en el taller literario de Juan José Arreola, que fue becario del Centro Mexicano de Escritores y que fue integrante del Partido Comunista Mexicano.
Pocos de esos apurados redactores hablan del hombre que siendo un adolescente entró a trabajar como obrero de Petróleos Mexicanos, en la refinería de Azcapotzalco, o del muchacho aficionado al béisbol que, en las marchas del movimiento magisterial de 1958, una serie de huelgas en la que participaron álgidamente profesores, intelectuales, obreros y profesionistas, lanzó certeras rectas sobre las cabezas (casi siempre huecas) de los granaderos.
Y de lo que se habla aún menos es sobre su obra narrativa. Duele decirlo, pero, en estricto sentido, pocos han leído los libros del hombre que siempre estuvo habitado por un espíritu revolucionario y cuyos autores predilectos, según confesó él mismo, fueron Hemingway y José Revueltas. Poco se ha comentado del autor que, además de practicar la sátira, la novela histórica, la comedia realista y el género policial, fue traductor de Scott Fitzgerald, Natsume Sōseki y, claro, de Hemingway.
Gerardo de la Torre publicó, entre otras cosas, nueve novelas, nouvelles para decirlo rigurosamente, ocho libros de cuento y un delicioso tomo de retratos literarios, Instantáneas. Sospecho que el propio Cortázar hubiera sonreído al ver cómo las obras de Gerardo iban, cumpliendo cabalmente con la definición que hizo, se paseaban “a caballo entre el cuento y la novela”.
Algunos críticos tienden a coincidir en que el libro más logrado del narrador oaxaqueño es El vengador, una pieza que sin duda deberíamos colocar entre las obras centrales de la imaginación literaria mexicana. Y, en efecto, tal vez sea El vengador el libro donde el maestro (fue un destacado profesor de narrativa en la Escuela de Escritores de la SOGEM) desplegó todos sus talentos a la vez: brevedad, contundencia una concisión literaria que le concedió a toda su obra una apariencia cerrada, casi aforística.
Pero en ningún momento debemos creer que la prosa de Gerardo fue almibarada. Nada más lejos de eso. Su prosa, en todo caso, tiene una aspereza que asombra precisamente por la pulcritud y belleza de sus formas enunciativas.
Y prueba de ello son dos de sus obras más acabadas, pero poco glosadas: Hijos del Águila y Los muchachos locos de aquel verano.
Por ambos libros de la Torre consiguió galardones literarios. En 1988, por Hijos del Águila, obtuvo el Premio de Novela Pemex 50 años de la Expropiación (creado para conmemorar los cincuenta años de la expropiación petrolera justo ese año), y cuatro años más tarde, en 1992, le concedieron el Premio Nacional de Novela José Rubén Romero, por Los muchachos locos de aquel verano. Pero, más allá de estos premios que poco revelan sobre las obras en cuestión, vale la pena hacer un breve recorrido sobre ellas.
Ambas novelas, a pesar de su vena realista y de sus tramas sombrías, donde desfilan alcohólicos, almas decadentes y toda suerte de espíritus prosaicos, gozan de una prosa inteligente y bien cuidada. Al internarnos en sus páginas podríamos afirmar que Gerardo fue un autor que gozó (o padeció) escribiendo desde una suerte de realismo con acusados tintes decadentistas. Tanto en Hijos del Águila como en Los muchachos locos de aquel verano el autor arremete contra la moral y las costumbres burguesas, exalta el heroísmo individual (y siempre infortunado), llevándonos por algunas de las regiones más extremas de la sensibilidad y del inconsciente, lo cual nos revela que también puso gran énfasis en el desarrollo psicológico de sus criaturas.
No hay que perder de vista que Gerardo de la Torre, por si fuera poco, fue un asaz lector de los llamados escritores fundacionales de la narrativa estadounidense: Herman Melville, Willa Cather, Henry James. Y precisamente Hijos del águila, que fue su cuarta novela, abre con una reveladora cita de La roja insignia del valor, de Stephen Crane: “Había visitado la región donde habita el rojo de la sangre, el negro de la pasión, y había escapado”.
El protagonista de esta obra, un tipo llamado Víctor, es un huero sindicalista que, durante una huelga, representa a los miembros de un taller mecánico. Durante un centenar de páginas atestiguamos las desventuras de este sujeto que, al tiempo que es carcomido lentamente por la acidia y la mediocridad, es roído por nostalgia de un amor frustrado, en concreto: de una incorpórea mujer llamada Elena, a la que maldice en voz baja y que perturba su sueño, del cual se levanta, una y otra vez, para salir a caminar “por los habituales callejones cubiertos de un barro pegajoso y siempre fresco” para terminar, casi siempre, en compañía de un puñado de borrachos que se gritan e insultan y donde, paradójicamente, se siente “vivificante”.
Por otro lado, Los muchachos locos de aquel verano, su quinta novela, aunque tiene mucho de ejercicio memorialístico y de biografía intelectual, es, en cierto sentido, una oda a la amistad que no carece de pasajes lúgubres y pesimistas. Pese a que la obra está narrada en clave de ficción, en ciertos episodios podemos vislumbrar cómo fueron las relaciones interpersonales y la adhesión que el autor fue trabando a lo largo de su vida con ciertas amistades.
Ahora bien, estos “compañeros de viaje” o “compañeros de combate”, para utilizar las categorías aristotélicas de la amistad, aparecen acompañados por las evocaciones de un personaje, Emilio (acaso el propio Gerardo) que se siente ahogado de cansancio y opresión en la Ciudad de México y que, pese a las tribulaciones que lo atormentan, tiene que ocuparse de tres hijos que, pese a todo, son los que sirven de asidero a una vida sobre la que reflexiona en las noches, regularmente con la camisa abierta y recortado por una luz mercurial.
Ambas novelas son obras de madurez y, junto a Morderán el polvo (1999), son quizá las obras más redondas de Gerardo de la Torre. Cabe enfatizar que, siendo un gran conocedor del marxismo y la sociología, el autor nunca cedió al narcisismo narrativo, sino que perteneció a esa genealogía de artistas que dejaron de centrarse en sí mismos y, lejos de las llamadas tramas interiores, también supieron colocar sus ojos en la sociedad, observando y describiendo, desde los bajos fondos, los problemas sociales que han infectado los intestinos de la sociedad mexicana.
En cuanto a los premios, hay premios que honran a los autores y autores que honran a los premios. Gerardo de la Torre, el traductor, el escritor, el maestro: el amigo, sin duda, perteneció a los segundos.