Para Nancy, compañera de conciertos en vivo y ahora por YouTube
Hoy, cuando se festeja (nadie sabe decir muy bien por qué) el día del rock, es importantísimo hablar de David Bowie. El músico que a finales de los años sesenta del siglo pasado hizo enchinar la piel de los críticos ingleses con Space Oddity fue un gentleman inglés que cantó, entre el cinismo y la ambición, una de las más sofisticadas epopeyas de la historia del rock.
Si nos asomamos a la biografía del creador de Aladdin Sane ⎼uno de los quinientos álbumes más grandes de todos los tiempos, de acuerdo con la revista Rolling⎼, no tardaremos en descubrir el perfil de un megalómano exótico y colorido que, gravitando entre el sadismo, lo macabro y lo bufonesco, fue construyendo una imagen que, no sin esfuerzo, derivó en un dogmatismo musical de espeluznantes tintes narcisistas.
No fueron pocos los artistas que trataron de seguir sus huellas, y más los que imitarlo. Peter Murphy y Peter Gabriel, cada uno a su hora intentaron seguir la estela de su inspiración.
Sin embargo, el primero se estancó en su papel de enmohecido vampiro (que un día lo llevó incluso a bailar moviendo la panza en el Circo volador de la CDMX), mientras que el segundo llevó a tal extremo su experimentación que, al final, su obra (lejos de Genesis) terminó por ser un producto musical abigarrado y de complejas evoluciones intelectuales, no apto para espíritus baladíes.
Bowie, en cambio, siempre fue un tipo aéreo que no encontró dificultad en reemplazar un camino por otro. Cualquier cosa imbuía su genio. Lo mismo podía inspirarse en hechos dramáticos ⎼la esquizofrenia de su medio hermano Terry Burnes, que terminó suicidándose en la estación de Coulsdon South, mientras la familia recogía pedazos de su cuerpo entre las vías⎼ o en el cáncer de hígado que lo llevaría a la muerte. ¿Cómo olvidar las fúnebres letras su último disco?, en particular de Lazarus o Blackstar, donde “el Camaleón del rock”, con cierta morbidez, hace referencias sobre su propia muerte.
David Bowie (1947-2016) fue un creador sarcástico e irónico en pleito cerrado contra todo lo anticuado, un reaccionario generalizado que creyó más en las lecturas de H. G. Wells que en las crónicas irlandesas, que le recordaban el punzante origen de su propia genealogía, la cual en numerosas ocasiones afirmó repudiar por “estúpida y tradicionalista”.
Antes de ser considerado un artista conceptual y futurista, hay que decirlo, Bowie fue juzgado como un intérprete frívolo y charlatán; un personaje burlesco a quien sólo le interesaba montar “espectáculos de music hall”, como alguna vez señaló el crítico David Buckley, en un libro (David Bowie, una extraña fascinación) que, por cierto, inicia con una provocación: “ha sido una de las estrellas más fotografiadas, adoradas, imitadas y comentadas de la época posterior a los Beatles. También ha sido el más difamado, odiado y ridiculizado, tildado de farsante, tramposo, turista sexual y maniático del control obsesionado por el dinero. Bowie es el primer antihéroe del siglo XXI”.
Pero si el libro del incendiario Buckley (que goza musicalizando películas hollywodesca), no ahonda en el personaje y sólo centra su atención en la vida pública del personaje, lo cierto es que pocas biografías nos ofrecen un retrato completo del coautor de “Heroes” (el otro compositor fue el calvo de oro: Brian Eno).
Ahora mal, porque ya ven que siempre algo malo pasa, la semblanza biográfica de su vida ⎼que muchos apurados cronistas se han empeñado en presentar como un vía crucis lleno de desazones⎼ incluye, por un lado, a una madre de ascendencia irlandesa que sufría severos complejos raciales y, por otro, a su padre: un libretista ramplón que soñaba con ser un gran comediógrafo, pero que, debido a la angostura de su genio, terminó mecanografiando eslóganes para una agencia de publicidad, y en la que jamás recibió un sueldo fijo.
Pero no todos los comentadores del artista inglés han sido burdos o superficiales. Ha tenido de todo, como en botica. Y, de esa manera, nos topamos con biógrafos de Bowie que van del esclarecedor Christopher Sandford al cardinal Paul Trynka y del insustancial Mike Evans a la pueril Wendy Leigh. Eso sí, la mayoría se ha dado vuelo contando mitos, leyendas y, por ahí, como no queriendo la cosa (porque los ídolos del rock exigen su mitología), se han permitido revelarnos una que otra anécdota verdadera sobre el músico de Brixton.
De esa manera es como nos hemos aprendido ciertas anécdotas sobre él: que no toleraba a Gary Numan; que en 1971, en el disco “Hunky Dory”, quiso elogiar a Andy Warhol con una canción y, por el contrario, el artista plástico se ofendió y se largó dejando a David con un palmo de narices, etcétera.
Todas estas anécdotas, al final, son las que han terminado reproduciéndose en casi todos los diarios y revistas “especializadas”. Y a fuerza de repetirlo, ya nos sabemos el popurrí de memoria: que Mick Jagger (siempre Jagger) no fue sólo su amigo entrañable, sino también su amante más crápula y celoso; que cuando Bowie le produjo el álbum Raw Power a The Stooges, se entregó a interminables y guarras cornucopias sexuales con Iggy Pop, etcétera.
O también está aquel mito de que el viejo Bowie ⎼embutido en una bata de noche aristocrática⎼ alcanzó una levítica ancianidad leyendo con embeleso a Truman Capote y con idéntica estupefacción a Saul Bellow. Y que lo de su muerte fue, como en el caso de Jim Morrison, un ardid para que el público ya no estuviera jodiéndole la existencia.
Lo cierto es que Bowie ⎼tan deseoso de que su nombre quedara tatuado en la memoria histórica del rock⎼ fue un egotista que, desde muy joven, logró distinguir el camino hacia el que deseaba dirigirse: él mismo.
Y para que su nombre quedara grabado en la retentiva del rock se propuso transitar por caminos atípicos. No es gratuito que haya sido el primero en subirse, con otros músicos estrafalarios, al escenario de las primeras estridencias.
Así, en diferentes momentos de su carrera, a nadie le sorprendía verlo en compañía de las celebridades del momento: Cher, Tina Turner, Pet Shop Boys, David Gilmour o, más recientemente, con Placebo o los geniales y carismáticos Arcade Fire.
De ahí que el aristocrático público de Londres ⎼envenenado de té y sentimentalismo beatlemaniaco⎼ haya recibido con extrañeza y desconcierto a este músico con dotes de mutante.
El andrógino sobre tacones
¿Cómo que andrógino? ¿Un extraterrestre sobre tacones? ¿Y esa cabellera larga y rutilante? ¿De dónde obtiene su enloquecida inspiración? Ante estos y otros cuestionamientos similares, Bowie decidió responder con discos anómalos y originalísimos, plétoras de rebosadas consonancias sonoras.
Pero si el músico inglés se defender un precepto, justo fue manejarse con discrepancia ante todo. Un día componía canciones en honor a ciertas musas galácticas, como “Space Oddity” y, más adelante, nos obsequiaba un paisaje de alienaciones cósmicas, como en “Starman”.
Pero como Bowie también era un tipo sentimental, un poco después, aparecía con letras de maestros y gurús que, arrebatados por una pulsión pederasta, se ponían demasiado tiernos con sus acólitos. ¿No eran esos ya demasiados cambios?, se preguntaban los estupefactos comentaristas, siempre empachados de té.
¿Acaso Bowie, gran lector de literatura, se había propuesto seguir la pomposa fórmula del poeta D’Annunzio?: “O renovarse o morir”. Cabe la duda. Y como no pensaba en morir ⎼o al menos no en ese momento⎼, el tipo se pasó la vida permutándose en personajes, como todo un histrión.
Su búsqueda obsesiva por la singularidad lo llevó a transitar de la curiosidad a la rareza y del esnobismo a la egolatría. Pero, aunque exteriormente se decía un portavoz de lo venidero, lo cierto es que interiormente fue un conservador que cultivaba manías ancestrales con un propósito bien definido: catapultar su nombre hacia la posteridad.
Y en consonancia con eso, se le veía recorrer el mundo en busca de momias y esqueletos, de imperios y civilizaciones muertas o disminuidas para aderezar su arte. Infatigable y elegante, el compositor e intérprete británico se paseó por todos los puntos del planeta en busca de alguna singularidad que le sirviera para su música.
Por un lado, coleccionaba máscaras, visitaba médiums y taumaturgos; y por otro, escalaba pirámides mayas o trepaba hasta lo más alto de la meseta tibetana. De hecho, así fue como vino a México.
Y una vez ahí, colocado en lo más alto de su pirámide egocentrista, Bowie miraba soñadoramente hacia la vía láctea y es posible que en algún momento se preguntara sobre The Life on Mars.
Este músico reformador, sin embargo, a veces solía comportarse como un anticuado que se escandalizaba frente a un centenar de mandíbulas mascando en un restaurante de lujo. Tal como se lo confesó un día a su amigo Reeves Gabrels, estupendo guitarrista, y que a la muerte de Bowie terminaría tocando la guitarra en The Cure, pero sin llenar nunca los zapatos de Pearl Thompson. Aunque el mismo Bowie era un extravagante, curiosamente no toleraba las excentricidades del vecino. ¡Y menos aún si eran anacrónicas!
De hecho, tergiversan radicalmente a Bowie quienes suponen que el tipo quería, en algún punto de su apuesta artística, retornar hacia el pasado. ¡Para nada! Bowie jamás fue un hombre interesado en mirar retrospectivamente.
Y cuando llegaba a asomarse hacia el pasado sólo era para recuperar una o dos nostalgias musicales para incluirlas en sus letras, pero nada más.
Su mirada siempre estuvo puesta en el futuro. Como Orfeo, Bowie todo el tiempo caminó hacia adelante.
Incluso, cuando se caracterizó de vampiro, Bowie no estaba pensando en Nosferatu ni en Drácula, que, por lo demás, le parecían personajes folclóricos y rancios, sino en un vampiro posmoderno y glamuroso que vestía trajes Yves Saint-Laurent y calzaba intachables zapatos Armani.
Debido a ello, Bowie jamás congenió con Peter Murphy, a quien consideró “un sujeto anquilosado”. Y no se equivocó. Por más que intentó seguir los pasos de Bowie, el exvocalista de Bauhaus ⎼que le consagró homenajes y distinciones ad infinitum⎼ jamás consiguió la anuencia de David. De hecho, un día Pascal Gabriel presentó a Bowie con “el Vampiro mayor”, creyendo que se llevarían de perlas, pero el altivo David dejó a Peter con la mano estirada.
Y mientras “el Vampiro” bailaba y cantaba en todos sus conciertos Ziggy Stardust ⎼hasta en el Ópera la cantó aquel histórico 12 de octubre de 1998, yo ahí estuve⎼, Bowie siguió pensando que Murphy montaba puros números anticuados y epilépticos, agobiados por una egomanía y un narcisismo incontinente que, una y otra vez, caía en el refrito.
Y David tenía razón: Murphy ⎼hasta hoy⎼ continúa anquilosado en su trasnochado vampirismo y, del joven epígono de Bowie, se ha transformado en un viejo y desgarbado bufón que, abandonando el pudor, se soba la panza en el escenario y eructa ante el micrófono, ya más parecido al engendro de Frankenstein que al “Vampiro mayor”. ¡Horror para el mesías alienígena, David Bowie, cuyo anhelo estaba en el porvenir y no en la panzuda decadencia!
Algo semejante pensaba de Bowie del suicida Ian Curtis y de sus herederos de New Order: el rock puesto en barata, transformado en pintoresquismo gótico y, luego, en synthpoperismo de “madriguera”. Así se lo dijo, más o menos, a Brian Eno.
Pese a que la comunidad oscura ⎼desde los neerlandeses del Clan of Xymox hasta los defeños de Maldoror, que por cierto le robaron el nombre a Mike Patton, de Faith No More, quien a su vez lo tomó del libro (cuasi) homónimo de Lautréamont⎼ quisieron reclamar a Bowie como icono darketón, él se negó a oficiar sus misas donde aquellos espíritus lóbregos y depresivos incensaban a Poe a Lovecraft y, pues, a Lovecraft y Poe, porque no querían saber de nadie más.
Pero a Bowie todos estos ángeles fatales, insomnes y sonámbulos, esas mescolanzas entre luciferinas impregnadas con cierta metafísica y propensiones cirqueras ⎼la vanguardia musical como autopropaganda y sensacionalismo⎼ le erizaban la piel. Al modernísimo David, quien también dejó su bastardía en tipos como Marilyn Manson y Lady Gaga (y que en su momento también se presentaron a reclamar su herencia musical) no le gustaban nadita los “darks”.
Tras la muerte de David Bowie, ocurrida hace cinco años (y que ya parecen cincuenta para quienes seguimos llorándole un poquito), no podemos alejar la sospecha de que su jugada artística y musical estaba perfectamente meditada y concentrada en lograr, más que la tan cacareada innovación que dicen sus devotos (pero que no sus admiradores), el contraste: la diferencia. Y de ser así, entonces entendemos por qué Carl Schmitt decía que “las diferencias se difunden activa y agresivamente”.