Ignacio Manuel Altamirano vs. la pedantería intelectual
La navidad en las montañas ⎼novela corta de Ignacio Manuel Altamirano⎼ cumple más de 150 años de haber sido publicada. Quienes han leído este libro saben que tiene como marco histórico la guerra de Reforma. Y si su atención no ha languidecido ante las soporíferas descripciones que el autor hace sobre las montañas tropicales de Guerrero, constatarán que la novela concierta, no sin cierta destreza, un episodio amoroso con la moral militar y una Nochebuena tediosamente bonacible.
Quizá por eso, Altamirano ha sido considerado “uno de los precursores de la novela costumbrista”, como alguna vez lo llamó el eminente, pero no siempre certero, José Luis Martínez.
De hecho, Martínez escribió que el objetivo de Altamirano había sido que “que nuestra literatura llegara a ser expresión fiel de nuestra nacionalidad” y, según él, por eso había escrito “una historia doctrinaria”. Pero don José Luis, en su afán de catalogador, quiso reducir la figura del tixtleco para que cupiera en sus estampitas de hombres ilustres, pero inocuos. ¿Nacionalista? ¿Doctrinario? ¡En absoluto!
Lo cierto es que, si leemos este par de novelas o las biografías que el escritor guerrerense dedicó a Hidalgo o a Ignacio Ramírez ⎼Hidalgo, el filósofo de la Independencia o Ramírez, el Libertador de la Reforma, cuyas descripciones rozan el panegírico⎼ comprenderemos por qué muchos de sus comentaristas catalogaron al indio de Tixtla como “un escritor nacionalista”.
Pero Altamirano, contra lo que varios comentaristas afirman, fue mucho más que un simple autor costumbrista o nacionalista.
Pese a que Ignacio Manuel Altamirano, hijo de una pareja de analfabetos, aprendió a leer castellano hasta los catorce años, el tipo logró desarrollar una insaciable voracidad intelectual que, a los veinte años, ya lo había llevado a leer la obra de autores como Chateaubriand, “un escritor mágico e irresistible”, Charles Dickens, “ardiente apóstol del progreso y de la mejora de los pueblos”.
Sus enormes apetencias intelectuales lo llevaron a aprender inglés, francés e italiano. De hecho, su amplio conocimiento de la literatura italiana tuvo como centro rector la poesía de Alejandro Manzoni. Hugo Foscolo, en cambio, le parecía dueño de “una poesía grandiosa pero seca” y Vittorio Alfieri, según él, escribió “una poesía confusa que mezclaba por iguales partes la melancolía, el desencanto, la desesperación y el pesimismo”.
Pero la literatura de Altamirano fue mucho más que una antigüedad popular. Altamirano, además de todo, fue un orador vehemente, iracundo e inteligentísimo. Su pericia en la tribuna y su carisma entre la gente conquistó la admiración de un periodista tapatío llamado Irineo Paz, quien a la postre se convertiría en abuelo del poeta Octavio Paz. Irineo apuntó: “Terminada la guerra de Reforma, Altamirano vio premiados sus servicios por el voto popular que lo llevó a los escaños del Poder Legislativo. Allí, como en las aulas, obtuvo repetidos triunfos que hicieron célebre su nombre colocándole entre nuestros primeros oradores”.
Y tenía razón el porfirista Irineo Paz. Pero no sólo al reconocer en Altamirano a uno de nuestros primeros oradores y un legislador electo a través del voto popular, sino también al exaltar sus triunfos en materia educativa. Y es que Ignacio Homobono Serapio fue el primer intelectual mexicano que luchó formalmente por mejorar la capacitación de los maestros, multiplicar el número de escuelas públicas, unificar los programas de estudios y, por si fuera poco, fundó la Escuela Normal (que él mismo organizó y reglamentó). De ahí que uno de sus discípulos más destacados, Luis González Obregón, sostuviera que Altamirano “fue maestro de los maestros”.
El periodista, militar, abogado, político, docente y diplomático que fue Altamirano lo llevó, naturalmente, por la ruta de la polémica y el debate. Una de las cosas que más le chocaban era el público semierudito y pedante que asistía a los teatros y las exposiciones y leía los libros “no por el placer que puede hallar en la contemplación de sus bellezas, sino para emitir juicios con la preconcebida idea de constituirse en jueces bastardos del mérito artístico”.
Si Ignacio Ramírez firmó como El Nigromante y Guillermo Prieto como Fidel, Ignacio Manuel Altamirano, a la manera de Fernando Pessoa, tuvo cinco heterónimos: Espinel, Merlín, Próspero, Luciano y Altamirano, por supuesto.
Por otro lado, su amplio dominio sobre los diversos géneros periodísticos y literarios ⎼el editorial, la gacetilla, la crítica, el comentario y la crónica⎼ propiciaron que el autor guerrerense se convirtiera en un actor determinante en el desarrollo que alcanzó la prensa mexicana durante la segunda mitad del siglo XIX.
El autor de los Cuentos de invierno también ejerció la crítica literaria. Y aunque, por un lado, admiraba sin restricciones a Charles Dickens e incluso llegó a decir que “Chateaubriand era un escritor mágico e irresistible”, fue quien encabezó al contingente de quejosos que denunciaron que las obras literarias mexicanas no se vendían y eran desestimada en favor de las literaturas europeas y sajonas.
Tanto le gustó la crítica, que no tardó en cambiar la trinchera por la cátedra y el anatema por la enseñanza. Cierto día, uno de sus dardos pestíferos hizo blanco en la cantante Angela Peralta. Dijo que la soprano era como esas deidades de teatro que se parecen a los déspotas y que “no gustan que el incienso se les ofrezca en braserillos, sino en gigantescos pebeteros del tamaño de la chimenea del vapor del Leviatán”.
La cantante, que ya en ese momento estaba empachada de fama internacional, y se refocilaba cuando la llamaban «El ruiseñor mexicano» o la «Angelica di voce e di nome» en Italia y otros recintos europeos, desde luego, no toleró la crítica y pidió a sus amigos que, desde las páginas de los periódicos El Monitor y el Correo del Comercio, lanzarán diatribas contra Altamirano. Al punto, los aplaudidores tacharon al escritor guerrerense de antipatriota o, peor aún, de traidor a la patria. Y como los provocadores sabían que los ofensores de don Ignacio jamás habían quedado impunes, los pasquineros, acobardados, decidieron atacarlo con el puñal de la crítica anónima.
Altamirano, por su parte, asestó una durísima estocada a ese hatajo de chabacanos recordándoles que, un año después de la muerte de Maximiliano, la soprano se anunciaba en los carteles como “primera cantarina de cámara de su majestad el emperador Maximiliano I”.
Cuando los conservadores respingaron y exigieron respeto por “las grandes figuras del arte patrio”, Altamirano, con una mano en la cintura, escribió: “Puede conservarse el sombrero puesto cuando pasa su majestad la emperatriz o la reina de cualquier nación poderosa, pero es peligrosísimo no descubrirse a la salida de su majestad la reina de cualquier teatrillo de provincia”.
Autor de crónicas costumbristas, Altamirano habló de la raza, la lengua, las danzas hieráticas. Y como era de esperar, narró con especial énfasis y profusión las tradiciones de los comarcanos de Tixtla cuyas tradiciones precisamente hieráticas poseían, ante sus ojos, un carácter sagrado. Con asombro redoblado, contó sobre las danzas teopixcatin, deteniéndose en la descripción de los colores que emperifollaban los atuendos y en las largas cabelleras de aquellos bailarines de piel morena y curtida que, según su perspectiva, evocaban a los viejos sacerdotes del Templo mayor.
En los “Bosquejos” que escribía los lunes, en El Federalista, dio rienda suelta a su ironía y a su inteligencia desbordada. Tras la muerte de Margarita Maza de Juárez, el 9 de enero de 1871, Altamirano, esgrimiendo una buena dosis de ironía, publicó una crónica sobre el funeral de la esposa de Benito. Ante el reproche que algunos hicieron al clero católico que no mostró ningún duelo por la muerte de Margarita, Altamirano dijo, con ironía, que aquel desdén debía agradecerse, puesto que “la presencia de los religiosos y sus cantos habrían afeado los funerales.
Pero no sólo fue un cronista irónico e inteligentísimo. También padeció épocas de enorme desconsuelo. En sus Diarios, que fueron escritos sin guardar un estricto orden cronológico, podemos descubrir a un hombre que, no en pocas ocasiones, se declaró consumido por el tedio y por el desencanto de una vida sin horizontes. En aquellas páginas podemos acceder a las confidencias de un hombre que, desde joven, decía amar la moral y sólo veía en los católicos a seres “infames y especuladores, predicando la mentira y explotando la imbecilidad de los pueblos”. Y justo cuando el panorama le parece desesperanzador, podemos observar que su entusiasmo periclita y, llegado un punto, abjura de todo y piensa en que lo mejor sería alejarse de México: “El día en que lejos, en Francia, en Italia o en Alemania, pueda yo comprar una casita y vivir independiente y modestamente, ése será el más feliz de mi vida”.
Aunque algunos lo han llamado exageradamente el “enfermo imaginario, lo cierto es que tampoco puede decirse que fue un hombre sano. Padecía gastralgia y, constantemente, sentía inflamadas las entrañas. Casi siempre era oprimido por dolores en el estómago y, durante la comida, tenía que beber un frasco de agua Seltz para propiciar la digestión.
Por encargo de Porfirio Díaz, Altamirano fue nombrado cónsul general de México en España. Pero duró poco tiempo. En enero de 1890 escribió a Ignacio Mariscal, quien se desempeñaba en aquella época, secretario de Relaciones Exteriores, una carta donde se queja de su mala salud. Padece diabetes y dice que fue atacado por influenza. Intercambió su puesto con Manuel Payno, cónsul general de México en Francia.
Después de residir algunos meses en Barcelona, el gran ironista Ignacio Manuel Altamirano permutó con Manuel Payno el cargo de cónsul en España por el de Francia, y se estableció en París. La muerte lo sorprendió en San Remo el 13 de febrero de 1893.